Sueños
¡Cuidado con la siesta!
Llamaron a la puerta. Fui abrir. Se trataba de un hombre con el rostro hinchado. Uno de los dos ojos apenas era una raya roja, una ranura, y el otro permanecía completamente enterrado en una masa de carne entre amarillenta y morada que se prolongaba hacia arriba, hacia la frente, donde se transformaba en una especie de bolsa llena de sangre a punto de reventar. Me dijo que estaba muerto.
-Mi coche -añadió- ha chocado de frente con el que conducía una mujer que también ha debido de morir. La culpa ha sido mía.
Le franqueé la entrada y nos dirigimos al salón, donde la televisión continuaba encendida, como siempre a la hora de la siesta. Nos sentamos en el sofá y en ese mismo instante desperté. Estaban dado la noticia de un accidente en el que habían estado implicados dos automóviles cuyos conductores (un hombre y una mujer fallecieron en el acto). Comprendí que había incorporado al sueño la noticia que estaban dando en la tele y que había escuchado entre sueños. Pero miré adonde se había sentado el muerto y continuaba allí, aunque solo yo lo veía: mi mujer, que también permanecía atenta a las noticias, no.
Sugerí telepáticamente al muerto que se fuera a su propia casa, pero me dijo que no se acordaba ni de quién era, ni de dónde venía ni a qué se dedicaba… Me levanté para ir a la cocina a prepararme un café y me siguió. Volví al sofá con la taza en la mano y el cadáver detrás; al gato, que acababa de entrar en el salón, se erizaron los pelos. ¡No sé qué rayos le pasa!, exclamó mi mujer. Cosas suyas, dije yo lanzando al difunto una mirada significativa, como diciéndole: Mira la que has organizado. No sin repugnancia, lo conduje al dormitorio y le registré los bolsillos para ver si averiguaba algo, pero iba indocumentado. Además, y pese a su apariencia, no se trataba, digamos, de un cuerpo sólido, de modo que metías la mano en la chaqueta y le atravesabas el tórax sin darte cuenta. En el registro le toqué varias veces involuntariamente las costillas y el corazón y hasta el tacto de los pulmones me pareció notar en la yema de los dedos.
Se descomponía (sin oler, por fortuna) a velocidades de vértigo. En tres días se había convertido en un montón de despojos que me seguía a todas partes. Al séptimo, barrí sus restos y los metí en una bolsa de la basura que arrojé al cubo de los desechos orgánicos. No he vuelto a ver la tele mientras duermo la siesta.
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