Gárgolas

Nieve y ternillas

Josep Maria Fonalleras

Me acerco a La sociedad de la nieve con más prevenciones que entusiasmos. Desde aquella famosa Viven y después de varios documentales sobre la epopeya (no me atrevo a llamarla solo “tragedia” y “aventura” me parece demasiado blando), de los jugadores de rugby uruguayos, los Old Christians, que sobrevivieron durante 76 días en medio de la nada, en un desierto de montañas y nieve, en los Andes, pensaba que era una historia ya contada que ha servido para un argumentario que ha sido utilizado tanto desde el punto de vista religioso como en charlas motivadoras o clases magistrales para altos directivos. En el momento en que se supo la noticia del avión estrellado y, al cabo de unos meses, la sorprendente supervivencia de los 16 que pudieron explicar aquellos terribles días, la cuestión se centró en el morbo del canibalismo. Lo recuerdo así. ¿Era lícito (o moralmente aceptable) ingerir carne humana, pese a las durísimas condiciones de las víctimas? ¿Y cómo lo hacían? ¿Qué explicaron a los familiares de los difuntos cuando pudieron hablar con ellos? Se impuso entonces toda una paleta de comentarios que iban desde el elogio de la resiliencia (cuando todavía no era una palabra de moda) a la crónica más escabrosa y casi pornográfica.

Me acerco a la película de Bayona, pues, con una mezcla de déjà vu y de temor por una nueva y excesiva entrega de catástrofes, efectos especiales y espíritu emprendedor. Reconozco que me sorprende. No es que no existe todo eso (el pulso narrativo del accidente y de los episodios más dramáticos hay que decir que es excelente), ni tampoco elevadas dosis de confianza en el género humano. Todo esto está ahí, con una factura impecable. Pero hay dos detalles que me dejan acongojado. El primero es una actitud que sería exagerado calificar de nihilista, pero que dista mucho de la lectura trascendente que muchos quisieron hacer a partir del accidente. “¿Qué sentido tiene todo esto?”, se preguntan algunos protagonistas. Y resulta que quizá no tenga ninguno, que el único sentido no es confeccionar una epopeya u ofrecer una lección, sino simplemente sobrevivir. ¿Para qué? Para sobrevivir. Y basta. El segundo es la ingesta de carne humana, tema central que aquí tiene más que ver con la deglución de ternillas y músculos cortados con un cristal (seguramente la experiencia real) que con prevenciones o preceptos morales. Lo que cuenta es no tener encima la mirada del amigo muerto, sino solo pequeñas porciones no identificadas de carne humana. Romper el vínculo entre la supervivencia y la civilización: “Los que ya no estaban, eran comida”.