Narices imperfectas

Merce Marrero

Merce Marrero

Una tía, que siempre olía a polvos de talco, tenía dos artículos en su tocador a los que siempre acudía en mis visitas. Un bote de cristal con bolitas de colores y olor dulzón que hacían la función de colorete y un postizo de pelo natural, con olor perenne a laca, para hacerse un moño los días especiales. El maquillaje me encantaba y el añadido capilar me daba grima. Lo artificial, a día de hoy, me sigue dando repelús.

Me cruzo a menudo con un hombre muy atractivo. Alto, con el pelo canoso, rizado y siempre despeinado. Tiene la piel muy blanca, los ojos claros y suele llevar camisetas de algodón y deportivas de colores llamativos. Lo que más me gustaba de él era su nariz. Antes era grande, imperfecta y con carácter. De un mes a otro, todo cambió. Ahora es recta y un punto respingona. Demasiado perfecta, casi irreal. Él sigue siendo guapísimo, pero para mí ha dejado de tener identidad. Ha perdido la chispa que lo hacía único. Me acordé de él la otra tarde, mientras paseaba por el centro de Palma.

Muchas capitales de provincia se han sometido a remodelaciones que las han embellecido y mejorado (sobre todo pensando en los turistas). Son ciudades más cosmopolitas, con una orientación más europea y, también, son un poco más de postín. Los centros están plagados de comercios con productos colocados para ilustrar una imagen de postal, pero que carecen de personalidad. Hay tiendas de lujo, hoteles boutique, franquicias, rótulos de diseño, colmados con frutas enceradas y luces brillantes. Todo es muy chic, muy global, muy viral. Todo es un escenario perfecto, pero no tiene alma. Una lástima. Echo muy en falta esos defectos que los hacían únicos y accesibles. Una baldosa desconchada, los cartelitos escritos a mano, un maniquí sin vestir o las verduras con restos de tierra en sus raíces y algunos caracolillos en sus hojas.

Esta sensación de ser un personajillo dentro de un escenario fingido también la tengo en ciertos restaurantes. Ya no es ir a comer, es una experiencia gastronómica. No es un bar, es un gastrobar. Ya no hay lámparas, hay velas. Los locales con nombres accesibles, a nivel cognitivo, comienzan a escasear e impera la sofisticación. Proliferan los anglicismos, en vez de patatas fritas se ofrecen chips de yuca y cualquier hamburguesa que se precie debe ser de autor. De lo contrario, no eres nadie. Un hartazgo.

Sé que un restaurante me gusta cuando percibo autenticidad y veracidad. Hay mucha belleza y atractivo en una naturalidad sin aspavientos. Me dejan indiferente los locales en donde el personal de sala parece haber pasado un casting, en donde la iluminación es tan escasa que apenas puedo ver lo que estoy comiendo o en donde se empeñan en poner música demasiado alta. Me aburren los lugares en los que necesito un manual de instrucciones para comprender qué símbolo equivale a mi género a la hora de entrar en el baño o en donde las descripciones de los platos parecen el resultado de haber participado en un taller de escritura creativa a distancia.

A estas alturas de mi vida, prefiero las narices imperfectas por encima de todo. No serán muy bonitas, pero sí reales. Que ya es mucho.

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