LE FUMOIR

Renaud

Renaud.

Renaud. / Emmanuel Gauguet

Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

El verano del 87 lo pasé en Devon, en casa de un matrimonio joven que acogía a niños que querían pasar un mes en Inglaterra aprendiendo inglés. Aquel hogar de circunstancia era un programa “Erasmus” a escala. Por él pasaban chicos y chicas de nacionalidades que yo ni siquiera conocía. Durante un par de semanas compartí habitación con dos franceses. Se llamaban Clément y Jérémy, y sus rostros preadolescentes picados de acné me vienen muy vivos a la memoria. Eran de Aix-en-Provence, que es el trasunto burgués y no delincuencial de Marsella, un lugar tan bonito como aburrido. Por aquel entonces yo no hablaba ni gota de francés, y ellos hablaban inglés como lo hablan los franceses. Pasábamos hambre y entablamos una cierta amistad. Un día me dieron a escuchar, con una mirada pícara, como quien comparte un secreto inconfesable, como si fuéramos a probar el hachís por primera vez, un cassette de un músico de melena rubia, chupa de cuero y bandana roja al cuello que ya entonces era un ídolo entre la chavalería en Francia: Renaud. No entendí nada de la letra de sus canciones, pero el soniquete de su música, sobre todo de una canción muy trepidante titulada "Hexagone", una denuncia lúcida y bien hilada de la historia reciente de su país, se me quedó grabado en el subconsciente, hasta que, quince años después, fui a vivir a Toulouse y me "reencontré" con Renaud y su Hexagone en la radio de un taxi. Aquel 2003 sacó, ya algo perjudicado por el pastis, una balada triste, "Manhattan-Kaboul", que cantaba a dúo con una bella Axelle Red, y que describía los horrores del bombardeo norteamericano de Afganistán. Sus canciones de poeta irreverente de quartier marcaron musicalmente la vida francesa entre los 80 y los 2000, con varios momentos álgidos para el recuerdo ("Laisse béton", su primer "single", la bellísima "Mistral Gagnant"). En esos decenios se desarrolló lo mejor de la carrera artística de este tunante maldito que jugaba a ser un enfant terrible, y que no ha sido más que un romántico tierno e impenitente, un rebelde que buscaba una causa sin jamás encontrarla más allá del amor, un niño bien a su pesar, que nació en el seno de una familia burguesa y feliz de París –las hay-, de padres amantísimos y seis hermanos que se querían y respetaban. A falta de unos progenitores de los que renegar, la matanza del metro de Charonne despertaría su espíritu contestatario, y luego el 68, en cuyas algaradas participó siendo muy joven desde la privilegiada atalaya del liceo Montaigne, en el barrio latino, junto a la Sorbona. Ahí jugó a ser antiburgués y comunista, pero la tontería se le quitaría años después en un concierto en la URSS ante los jóvenes del Komsomol, cuando la nomenklatura dio orden de vaciar la campa donde se había instalado el escenario, cuando Renaud entonó los primeros acordes de una canción llamada "El desertor". Ese baño de realidad le hizo caer de su caballo rojo y renegar de su veleidad soviet. Se acercó entonces a Mitterrand y su socialismo ilustrado, sin darse cuenta de que en esa amistad con el poder él era el “tonto útil” que con su idealismo naif ayudaba a “Tonton” a parecer más joven y branché ante su electorado. Su mensaje anti-establishment perdió fuerza, pero el público hizo como que seguía creyéndoselo. Desde entonces, siempre con buena intención, casi nunca ha dejado de equivocarse de causa, pero la gente quiere al artista, y esa lealtad exonera de todo pecado a la persona. En esos gloriosos 80, Renaud fue prohijado por el gran Coluche, un payaso bueno que murió joven, otro golpe que dejó a Renaud sin padrino y solo ante sus monstruos, espectros que solo apaciguaban el alcohol y su embriagado amor monógamo, romances a los que apostaba todas las fichas de su ruleta vital y que, a modo de resurrección, antes de que la banca del destino le desplumara, se publicaban en "Paris-Match" a todo color, como prueba de vida. Tuvo dos matrimonios fallidos, una hija (Lola) por la que profesa devoción, y canciones que a todos nos han llegado al corazón y que son la memoria sentimental de una generación, hijas de una fragilidad con la que uno no puede más que emocionarse. Ese sentido trágico de la existencia en el que nos embarca su combate de superviviente, junto con una tímida inocencia que sólo abandona ante su público, le ha llevado al éxito comercial y al delirium tremens en varias ocasiones, la muerte en vida antes de acodarse de nuevo, redivivo, en su reservado de la Cloiserie des Lilas, un buen restaurante de Montparnasse donde Renaud acude a autodestruirse. Mientras Francia sigue con su batalla diaria, le mira de reojo como el que vela a un hijo enfermo, esperando el día en que este Antonio Vega ultrapirenaico resucite una vez más con un nuevo himno bajo el brazo, o pique billete y nos deje sin su trova llena de versos de denuncia y belleza transparente y rabiosa del que quiso amar la vida con toda su fuerza juvenil de gavroche, pero no supo cómo hacerlo sin que la melancolía ganara siempre su eterna batalla.