Gárgolas

La cazuela a fuego lento

Josep Maria Fonalleras

Josep Maria Fonalleras

Una de las últimas noticias que tuve de Antonio Ferrer Taratiel me llegó a través de las redes el pasado 27 de noviembre. Acababa de salir del Hospital Josep Trueta de Girona, que él mismo había convertido, simbólicamente, en un segundo hogar (entraba y salía a menudo, como si fuera un taller de reparaciones), y anunciaba que lo primero que pensaba hacer era llamar a las cavas del Marqués de Murrieta para que le enviaran “mi cupo anual” de Castillo de Ygay. La segunda llamada era para encomendar “un jabugo, por recomendación del cardiólogo”. Después, colgaba la foto de una cazuela a fuego lento (era de callos) y añadía: “¡Vaya que no!”. Aquella cazuela era un estallido vital, una declaración de principios morales, después de una nueva sacudida de “ese corazón loco que salta y salta como una liebre enloquecida por llanos y montañas”. Ese corazón, sin embargo, ya no ha aguantado más. Antonio Ferrer ha muerto. La familia lo ha hecho saber con un texto que no me extrañaría que hubiera escrito él mismo: “El cocinero-poeta que nació para golfo ha dado la pincelada final a su última receta”. Me ha emocionado, este tipo de recordatorio laico y canalla, porque resume en muy poco espacio una vida ajetreada y a la vez gamberra, con la punta de melancolía sentimental escurridiza en medio de sus disertaciones filosóficas y políticas. Un día, almorzando en su casa, con Teresa Escayola, su esposa, que estaba acabando de preparar una exposición de cerámicas (bustos de personajes hechos lentamente, con delicadeza), me explicó sus facecias, desde los inicios turbulentos en Zaragoza hasta en la “reconstrucción” de L’Odissea de la calle de Copons en el castillo de Orriols, reconvertido en una Odissea de l’Empordà. Mil y una aventuras en los fogones y más allá de la cocina, una historia del hombre que se hizo a sí mismo a base de trabajo, de constancia y de una incontenible (homérica, podríamos decir, dadas sus referencias clásicas) joie de vivre.

Lo veías a menudo en actos culturales, con una pose de dandi imperturbable. En invierno, con abrigo largo y chalecos festivos; en verano, de punta en blanco, riguroso, de hilo. Y el sombrero y el bigote exquisito y ese bastón con el puño en forma de calavera que le otorgaba un aire a medio camino de un propietario rural de Chéjov y del espadachín de un entremés. Lector voraz, uno de los últimos libros que me recomendó fue Sin tiempo para el adiós, sobre exilios y literatura. No he estado a tiempo de decir adiós al señor Ferrer. Guardo en la memoria aquel último guiso excelso en Sant Mori.

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