Parece una tontería

Por poco

Juan Tallón

Juan Tallón

Muchas cosas no salen tal y como se planean por poco. Decir “por poco” consuela solo en la medida que te evita decir algo más riguroso y contundente, como “no pudo ser” o “qué putada”. No ganaste por poco, no te tocó la lotería por poco, no llegaste a tiempo por poco, no es de tu talla por poco, etcétera. Para ser honestos, en algunos casos excepcionales y bellísimos, como cuando no te atropellan por poco, o no te estafan por poco, la expresión sirve para dar cuenta de un estado de felicidad inesperado. Pero sigamos hablando de cosas tristes, por favor.

Hace ocho meses decidí que sería buena idea regalar a mi hija un puzle de 1.000 piezas. Los había de 500, pero me pareció que eso era como quedarse a medias. Quedarse a medias pertenece a la triste familia de por poco. Cuando entré en la juguetería, y los vi, calculé que serían una oportunidad interesante para iniciar a una niña de 8 años en la dificultad, y en cómo meterse en problemas voluntariamente es uno de los extraños placeres que nos concedemos los humanos. Días después, con todas las piezas volcadas sobre la mesa también pensaría que aquel entretenimiento era una manera de constatar, al menos temporalmente, que la vida es larguísima.

Empezamos a hacer el puzle un domingo, rebosantes de entusiasmo, que, con las horas, las tardes, los días se fue diluyendo suavemente. Por momentos, lo recuperábamos. Un espejismo. Atravesamos muy distintos estados de ánimo, para decir la verdad. Algunos días jurábamos que lo abandonamos, que lo mandábamos a la mierda y volvíamos a ser felices, y al siguiente regresábamos a la mesa, dispuestos a no rendirnos jamás. Yo acabé soñando con él. Me quedaba por las noches para darle forma. Y un día, por fin, distinguimos cerca el final. Cuesta describir la frustración que sentimos al descubrir que faltaba una pieza. Se había extraviado. Buscamos por todos los rincones, y nada. Habíamos hecho un puzle de 999 piezas. Tristísimo. Aquel pequeño hueco era como un agujero de bala. No lo habíamos conseguido… ¡por poco!

Nos acusamos unos a otros de haber perdido la pieza. Yo me pasé los siguientes días mirando al suelo todo el tiempo, por si se producía un milagro y la encontraba. Pero lo superamos. Recogimos la mesa y con el tiempo nos olvidamos del dichoso puzle. Me fue imposible no acordarme de Bartlebooth, el célebre personaje de George Perec, que un 23 de junio, al filo de las ocho de la tarde, se muere con la última pieza de un puzle entre los dedos.

Pasaron unos meses. Helena y su madre se presentaron un día con otro puzle de 1.000 piezas. El ser humano olvida enseguida. Yo renuncié a participar. Había tenido suficiente. De hecho, de vez en cuando todavía pensaba en la pieza perdida. Esta vez tomaron todas las precauciones para que no ocurriese lo mismo. Cada poco revisaban el suelo por si se caía alguna. Fueron muy cuidadosas. Y tenaces. En dos semanas, el puzle estuvo casi acabado. Pero nunca pudo completarse. En otro caso de irresoluble misterio, faltaron cuatro piezas. “¡Por qué poco!”, dije para consolarlas.

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