LE FUMOIR

Un año de tinta

Un año de tinta.

Un año de tinta. / Shutterstock

Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

De niño, en el colegio, cuando la profesora nos mandaba hacer una redacción de 300 palabras, la mayoría de mis compañeros ponía los ojos en blanco y el grito en el cielo. A mí en cambio me gustaba, y siempre necesitaba más espacio, más palabras, como el que se queda sin munición en la trinchera o sin hilo en la rueca, para contar lo que fuera que estuviera contando. Mientras mis gafas de miope besaban la hoja de papel, los demás miraban por la ventana, esperando que la Musa se apareciera redentora para librarles de aquel fatigoso deber. Entre aquellos renglones torcidos de caligrafía todavía vacilante, mi verano en Galicia, por anodino que hubiera sido, se convertía, por la fuerza de la tinta de aquellas plumas estilográficas, artefactos de explosión improvisada, en mucho más colorido que el del niño más rico de la clase en su crucero por las Antípodas. Siempre disfruté escribiendo, porque ahí siempre ganaba yo, y porque nos gustan las cosas que hacemos con facilidad. Lo dificultoso nos da engorro. Por eso, cuando hace un año se me presentó la oportunidad de colaborar con este periódico, tuve conciencia de que un sueño se hacía realidad, y, aunque suene pretencioso, que, de algún modo, se estaba haciendo justicia, esa diosa ciega e invisible que, siempre con demora de diva, guía nuestros designios por el mismo camino que el de nuestros anhelos. La vida y la escritura, que acaso sean la misma cosa, no son más que un largo proceso de reconciliación con uno mismo, un ejercicio de terapéutico exhibicionismo, en el que el escritor se desnuda frente al lector, en la esperanza de que éste deje el libro o el periódico boca abajo, sobre su mesilla, y corra a mirarse en un espejo de cuerpo entero para comparar sus cicatrices con las del escribiente, y quizá así sentirse, en esa sonrisa del espíritu que da la lectura, destinatario de un mensaje personal; menos solo, más comprendido y de nuevo parte de ese género que queremos llamar “humano”. A medida que pasan los años desaparece la fe en la sorpresa, dijo Onetti. Por eso, consciente de esa inexorable extinción, nunca dejó de leer tumbado en su cama, soplando las brasas de ese fuego menguante pero no fatuo, pues le iba la vida en ello. Porque cuando uno lee, y cuando escribe, la maravilla revive como por ensalmo, una chispa que salta, sin preaviso, en el yunque donde uno está batiendo el cobre de tener que contar algo digno de ser leído, mientras martilla las teclas frente a una pantalla que es el reflejo de su psique. Escribir es pasar del misterio al milagro, en la certeza de que, con perseverancia y la aleación adecuada, esa alquimia se acabará produciendo. Hay en la escritura, como en la fotografía, ese “instante decisivo” del que hablaba Cartier-Bresson, una geometría perfecta de las palabras que le deja a uno tan exhausto como extasiado. Escribir es fotografiar, pero es también intentar ponerle partitura a la estridencia del son diario, ese death-metal que consiste en confundir vida con movimiento, transformando, con los juegos florales del lenguaje, el ruido bruto de los días en una melodía pegadiza que nos acompañe hasta la noche. Las exigencias de ese sacerdocio son grandes, y no pocos los enemigos siempre al acecho: propios, como el ego, la indolencia y la autocensura, o ajenos, hijas del pulgar caprichoso y soberano del lector, como la crítica, o, peor aún, la indiferencia. Hasta que, en ese ritornello incesante de muertes y vidas chicas, renacemos en el próximo artículo o en el siguiente libro, cuando ese rey implacable que ayer fue verdugo y dejó caer su silenciosa guillotina sobre nuestras cabezas, hoy decide ser comadrona, ayudándonos a sacarla para poder respirar y seguir escribiendo.