Opinión
“¡Quieto todo el mundo!”
Parecía una escena de película. Estaban el poli bueno y el poli malo. Y no es que uno repartiera hostias y el otro se hiciera el colega, no llegaba a tanto el estereotipo. Pero tampoco había duda: uno se encontraba allí por imperativo legal, pero al otro le molaba lo que parecía estarse cociendo aquel día en España. Han pasado cuarenta y tres años desde que, en una modesta emisora de radio ubicada en un primer piso y sobre un bar del que los efluvios a fritanga casi interferían las emisiones, viví el intento de golpe de Estado del 23-F. La emisora era Radio Popular de Reus y su director, Alfonso González, tuvo los bemoles de mantener a base de teletipos y llamadas telefónicas una programación especial ininterrumpida. Nadie sabía en las primeras horas cómo podía terminar aquello, pero él no dudó. Éramos cuatro o cinco, más los dos policías y mi hermano mayor, Alejandro (QEPD), siempre presto a apuntarse el primero si olfateaba que podía haber bronca.
Hace poco pude entrevistar a Ana Rivero, la taquígrafa más veterana del Congreso, que acaba de jubilarse después de cincuenta años de verlas de todos los colores. Ella estaba ahí la tarde del 23-F y cuando le pusimos la famosa grabación de Tejero dando voces, le cambió la cara. El tiempo puede aliviar las penas, pero no borra los recuerdos. Me contó que, al escuchar los disparos en el interior del hemiciclo, temió que todos sus compañeros hubieran muerto; y que sintió una pena inmensa al pensar lo poco que nos había durado la democracia. Afortunadamente, la historia ha desmentido sus temores. Y precisamente por eso, porque este país consiguió conjurar una amenaza tan seria, con gente pegando tiros en el Congreso y tanques en la calle, me pone enfermo el uso frívolo del concepto golpe de Estado para definir lo que ocurrió en Catalunya durante el infausto otoño de 2017. A lo que ahora unimos el enloquecido intento de colgarle la etiqueta de terrorista. El ‘procés’ fue muchas cosas, en mi opinión casi todas nefastas; pero el “procés” del nacionalismo español, turboalimentado desde el Madrid de la corte, lleva camino de superarlo con creces.
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