Opinión

Miqui Otero Escritor

Hijos de Marx y la Coca-Cola

Fui a la librería como quien va a una farmacia y formulé este deseo como quien pide una pastilla para la jaqueca: “Querría un libro para entender el peronismo”. “El peronismo no se lee, se vive”, contestó ese librero de Buenos Aires. También lo intentó un amigo escritor. Él tuvo más suerte, porque le recetaron un buen ensayo sobre el tema. Cuatro días después volvió y dejó el tomo en el mostrador: “No entendí nada”. Su boticario respondió: “Entonces entendiste todo”.

Han pasado seis años de ese viaje a Argentina y puedo decir que, si bien quizá no la he entendido, sí he podido vivir la década de su dictadura militar gracias a dos libros inexplicables. Inexplicables por raros y raros en la acepción de extraordinarios. Uno es una novela monumental sobre un hijo de esa clase alta y creativa que se involucró en una izquierda que acabaría desaparecida o exiliada; el otro, el perfil riquísimo, un artefacto factual perfecto, de una de las protagonistas de ese periodo de los setenta. El estilo de los elementos, de Rodrigo Fresán; La llamada, de Leila Guerriero. Ambos retratan a aquellos hijos de Marx y la Coca-Cola.

“Se escribe para olvidar lo que una vez se escribió mientras que se lee queriendo recordar para siempre lo que se leyó”, escribe Fresán. Su personaje, Land, hijo de editores edgy que jugarán a los guerrilleros, más ocupados en servir cócteles que en poner la cena, solo quiere que algún día le cocinen algo caliente (si hasta percibe como normal a esa familia monstruosa televisiva, cuya madre cocina tarántulas en su salsa). Land no quiere bajo ningún concepto ser escritor, sino lector. Es el exacto antónimo de aquella alumna de mi pareja: le dijo una vez que odiaba leer, pero que le encantaba escribir, porque en sus textos salía ella.

El pasado o es ingenuo o es terrible. Y no se puede narrar de forma templada y madura, siguiendo un manual de escritura solvente. Si es raro, se tendrá que contar desde la mirada extrañada del alienígena o del niño (del recién llegado a la Tierra), que lo observa todo con sorpresa y que detecta lo raro en lo socialmente aceptado. Esa mirada contracultural del niño, del niño que no para de leer como Marcel y Bastián, es el gran hallazgo para contar esos años. El tono de Fresán, que acaricia el detalle pop y la tristeza fotogénica, es erudito pero aniñado, obsesionado con los juegos de palabras (“cuando son las razones de ser más importantes las que están en juego”, decía Breton) y alérgico a la idiocia paterna, desde la que se piensa que el niño es una larva de adulto y no el adulto las ruinas que quedan del niño. Lo leía y pensaba en Fresán (en Bill Murray haciendo de Fresán) contando segundos sin respirar dentro de la piscina (o de la pileta) de Academia Rushmore, de Wes Anderson, hasta que alguien se dé cuenta de algo. “Su padre es Godzilla. Su madre es Mothra. Land es Tokio”.

Todo lo que es inolvidable lo es por maravilloso o terrorífico: porque se quiere olvidar y no se puede o porque se podría llegar a olvidar y no se quiere. A la protagonista de La llamada, de Leila Guerriero, no le importaría olvidar, aunque quizás con esa amnesia desaparecería también ella. Silvia Labayru, hija de militares de cabellera rubia y ojos celeste, era una adolescente embarazada de cinco meses, con una pistola en el cinturón y una pastilla de cianuro en el bolsillo. Justo ahí, los militares la secuestraron por su actividad con los montoneros, grupo armado de aroma peronista, y la metieron en la ESMA, donde fue torturada y violada, donde dio a luz, de donde salía de vez en cuando gracias a unos extraños permisos. Peor fue cuando salió, porque incluso los suyos la negaban. Una especie de Trampa 23 (por la Trampa 22, de Joseph Heller): si salías viva de la ESMA, era porque habías traicionado a los tuyos y ya no eras tú, sino de ellos.

Ambos libros hablan de un país, pero también de un mundo, que te quiere editar: pulir la digresión, curvar el entusiasmo, limar la contradicción, sincronizarte con su ritmo, silenciar la duda y enarbolar una certeza. Un mundo, un país, experimental, que es como se etiqueta cualquier novela que intentó algo y salió mal. Por mucho que los libros que lo cuenten ahora sean tan rotundamente buenos. Y un buen libro es lo más parecido a un final feliz para una tragedia que no tiene remedio ni, por tanto, fin. Una que no se puede explicar, pero que se cuenta. Que quizás no se pueda entender, pero que, gracias a la lectura, se vive y se sobrevive.