Opinión | el espíritu de las leyes

Tensión existencial

Debido a la invasión rusa de Ucrania, de la que se cumplen ya dos años, resulta imposible negar que Europa atraviesa un período de grave tensión existencial. Nos sentimos amenazados por la voracidad imperialista de Vladímir Putin. ¿Exagero? El presidente ruso se considera no solo el sucesor del zar Pedro el Grande y de la emperatriz Catalina II, sino sobre todo de la formidable expansión territorial soviética bajo Stalin, máximo vencedor en suelo europeo de la II Guerra Mundial. Esa inhumana pesadilla colonial del comunismo bolchevique en Europa central y oriental, únicamente finalizó tras la explosión de la URSS en 1991, que Putin calificó amargamente como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. ¿Qué decir entonces de las grandes descolonizaciones británica y francesa a partir de 1945, no precisamente pacíficas (la India, Indochina, Argelia…)? Y sobre todo, ¿a qué viene ese aferrarse a una forma tan anacrónica de hegemonía, en lugar de emplear las armas del soft power, como está haciendo China por medio de sus avances tecnológicos y comerciales?

Para explicarse a individuos como Putin (o como Trump), ¿recurrimos nuevamente al mito del pecado original o lo actualizamos con la teoría de la pulsión de muerte de Sigmund Freud? La guerra, sostenía el psicoanalista vienés, traduce la quintaesencia de un deseo de muerte de la especie humana, y el hombre moderno no es más que el heredero de una genealogía de asesinos al que la guerra retrotrae a un arcaísmo homicida pulsional. ¡Pues estamos listos! Más moderada y optimistamente, Pascal afirmaba que el hombre es a un tiempo miserable y grandioso: “el junco más débil de la naturaleza, pero un junco que piensa”.

Ahora bien, lo que piensa Putin es justo lo opuesto a los fundamentos de la civilización europea, magníficamente condensados en el artículo 2º del Tratado de la Unión: dignidad humana, libertades fundamentales y Estado democrático de Derecho. Por eso detesta el proyecto de unificación de Europa, cuyas divisiones fomenta y atiza cuanto puede (véase el caso, por ejemplo, de sus contactos con los independentistas catalanes, cuya investigación ha pedido el propio Parlamento de Estrasburgo). Es, por tanto, nuestro adversario más hostil, al que no le faltan entre nosotros aliados más o menos ocasionales, incluso en el seno del Consejo Europeo, como Viktor Orbán, quien en su juventud (1989), sin embargo, había pedido pública y solemnemente, y con gran coraje personal, la retirada de Hungría de las tropas soviéticas.

El compromiso de la UE con la defensa de Ucrania en estos dos años ha sido muy importante en armas y ayuda financiera, aunque también medido y prudente para evitar colisionar directamente con el Ejército ruso. Al obrar así ha contribuido a contener la invasión, reduciéndola a un actual 15% del territorio ucraniano. Pero hoy Ucrania está exhausta, aunque las bajas por ambos bandos han sido sumamente cuantiosas, si bien no cabe duda de la mayor potencia demográfica, económica, militar e industrial de Rusia. Consiguientemente, no faltan europeos que —moviéndose en el plano de la realpolitk (que por algo es una expresión alemana)— proponen una solución al estilo de la del armisticio de Corea (1953), aunque no creo que Putin aceptara detenerse donde está sabiendo que más pronto que tarde puede obtener concesiones mucho más ventajosas, no únicamente territoriales, sino además la neutralización de Ucrania y su alejamiento de la UE y de la OTAN.

En este segundo aniversario del inicio de la invasión, y ante la muy posible elección presidencial de Donald Trump en noviembre, ha habido un intento europeo de cerrar filas con Ucrania. Macron incluso ha sugerido el envío de soldados allí, lo que ha engallado más a Putin, que exhibe su arsenal nuclear como amenaza. El dirigente ruso no es, pues, una simple caña pascaliana, sino un depredador de pulsión freudiana. La situación en el continente resulta, por tanto, prebélica, y es inútil engañarse pensando otra cosa. Putin no cederá si no es derrotado militarmente, y esa derrota, que conllevaría la caída de su régimen dictatorial, no tendrá lugar si Ucrania no recibe de la UE más ayuda financiera y equipamiento militar más sofisticado (¿incluidos los misiles de gran alcance?, he ahí un salto cualitativo).

Finalmente, ¿vale la pena arriesgar la paz y el bienestar de los ciudadanos de la UE por un país como Ucrania, tan irrelevante en la historia europea? Lo mismo se preguntaron ingleses y franceses en el Múnich de 1938 a propósito de la integridad territorial de Checoslovaquia. Una cosa parece clara: la victoria rusa sería una anticipación del siguiente paso: la invasión de los Estados bálticos. Por cierto, miembros de la OTAN, y por tanto aliados nuestros.

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