Hace mucho tiempo que tengo claro que si hay un plato nacional español no es otro que el cocido... aunque hoy por hoy un cocido sea no un plato, sino una comida completa, y aunque en España se cocinen y se consuman muy distintas versiones del cocido, sabiamente adaptadas todas ellas a la geografía, el clima y la despensa de su área de vigencia.

La base es, más o menos, la misma, y se le pudo ocurrir a cualquiera en cualquier sitio, o a muchos en muchos sitios: someter a cocción, adecuando ésta a cada uno de los componentes, una serie de verduras, leguminosas, carnes y embutidos y servir luego el resultado, todo junto o por parcelas. Por eso, devanarse los sesos atribuyendo orígenes y paternidades al cocido, al puchero, me ha parecido siempre tarea propia de sabios bizantinos, es decir, poco útil.

Uno ha tenido oportunidad de disfrutar de muy diferentes cocidos en sus nomadeos gastronómicos España adelante. Seguramente la versión que más veces ha comido, porque también es la más frecuente, es la madrileña. El cocido madrileño, que no diré que es el mejor, porque ¿cómo comparar tantas variantes?, pero sí que es, un poco como la capital del reino, una especie de resumen y compendio de los demás.

Un cocido madrileño no es agobiante... más que por las cantidades de comida que le suelen poner a uno delante cuando acude a un restaurante especializado en esta seña de identidad de la cocina madrileña. He disfrutado, también, de más de una excelente escudella i carn d'olla en Cataluña, como ha saboreado magníficas versiones andaluzas, he hecho lo que he podido ante cocidos montañeses o lebaniegos, ha atacado con ímpetu potes asturianos, he sobrevivido a algún que otro cocido maragato, he gozado de esa paleta de pintor que es el puchero canario, sin duda el más bonito de todos, y como gallego, he participado en una larga serie de cocidos al estilo de mi tierra natal. De todos he sacado provecho, y a ninguno tengo nada que reprocharle.

En un invierno con las temperaturas que se está gastando éste, apetece una versión contundente. Y la gallega lo es. En estos días se celebran en Madrid unas jornadas en torno al cocido de Lalín. Lalín es una localidad pontevedresa que ha hecho del cocido su bandera, le hace fiesta y presume de su calidad, y hace bien. Los lalinenses han querido que los madrileños conozcan su cocido, y en ello están. La presentación de las jornadas fue espectacular.

Tras la reglamentaria sopa que pone orden en el estómago y en las palilas gustativas, comparecieron en las mesas las bandejas con patatas, garbanzos, fabas, grelos -lógico en esta época del año-y chorizos. Cuando los comensales empezábamos a trazar nuestros planes de ataque, los camareros abandonaron en las mesas unas monumentales fuentes con la parte cárnica. Y la parte cárnica de un cocido gallego es... bueno, mejor se la cuento.

Había, cómo no, carne de ternera. También, gallina. Pero el resto de la fuente estaba dedicado al cerdo. El cocido lalinense prescinde del jamón y el lomo, que eran y son las partes consideradas nobles, que el labriego no solía catar porque con ellas pagaba los foros debidos a las personas importantes de su entorno. Pero lleva lacón, claro. Y costilla salada, junto con espinazo en el mismo estado (soá), tocino entreverado y la cabeza del puerco, dividida en las ilustres parroquias de la orella, dente y fuciño. Ya hemos hablado de los chorizos, que venían aparte, de dos clases. Y puede llevar más tipos de chorizos, además de rabo, mano... qué sé yo, prácticamente toda la anatomía porcina. Asusta. Y más cuando, servidos a gusto los ocho comensales de nuestra mesa, vimos que el volumen de las carnes apenas acusaba el golpe.

Así se las gastan en Lalín. El autor del cocido, José Luis Iglesias, conocido como Cabanas, que es también el nombre de su restaurante, confesaba que para disfrutarlo a gusto es mucho mejor irse sirviendo a poquitos, primero una cosa, luego otra, siempre con acompañamiento vegetal, de modo que vayan viniendo de la cocina todas las cernes calientes y no abrume el espectáculo de la bandeja repleta. Creo que así es más fácil dar cuenta de todos sus componentes... entendiendo por dar cuenta no, desde luego, agotarlos, sino sencillamente probar de todo. Porque, servido de golpe, el cocido de Lalín no es para contarlo: es para verlo. Probablemente también sea para comerlo, aunque tengo para mí que, vistas las proporciones en las que se sirve y su propia composición, lo más que se puede hacer es limitarse a probarlo hasta donde el cuerpo aguante.

Un cuerpo que, durante el invierno, se sentirá confortadísimo después de haber dedicado el tiempo necesario a saborear un cocido como el descrito... y contagiará, no lo duden, esa sensación al espíritu.