Aquella noche muchos niños españoles no dormimos. Bula especial concedida por los padres para vivir un acontecimiento histórico, narrado en televisión por Jesús Hermida con imágenes en blanco y negro que a muchos se nos antojaban mágicas. Allí estaba Neil Armstrong, tomándoselo con calma, entre la noche inmensa y a un metro del suelo lunar. ¿Dudaba o solo disfrutaba del más asombroso de los destinos vividos nunca por un ser humano?

Recuerdo poco de la España de 1969 y de aquellos años televisivos que quizá tenían que ver con la serie Los Invasores, las palizas de Urtain a boxeadores de medio pelo, triunfos españoles en el festival de Eurovisión o la boda de Marisol. Había otra España, pero esa no salía en los telediarios.

Un colega me dijo una vez que supo, con apenas ocho años, que quería ser periodista la noche de la llegada del hombre a la Luna, porque solo hay una cosa tan emocionante como pisar la Luna: contarlo. Siempre envidié a Jesús Hermida por estar allí, no en la Luna, pero casi, desde la tierra prometida que para el niño español representaban los Estados Unidos de América. Una tierra donde pasaban cosas extraordinarias. Y el mundo envidió a Neil Armstrong por aquel "pequeño paso para un hombre, un salto gigante para la humanidad".

Llegar a la Luna fue como un cuento de hadas, el final feliz de un relato de Julio Verne convertido en realidad. Lo más impresionante de la Luna -explicó en alguna ocasión el propio Armstrong- era ver desde allí la belleza de la Tierra.

Pasaron 43 años desde aquella noche, cuando se veía la televisión en rigurosa penumbra y en respetuoso silencio. Luna y Tierra siguen dando vueltas, los niños de entonces hemos crecido y perdido la inocencia y el ser humano sigue soñando cuando mira al cielo. En eso, por fortuna, hemos cambiado poco.