A veces, un hecho extraordinario cambia por completo tu vida. Como el cauce de un río desviado ante el encuentro súbito de un obstáculo insalvable. Dicen que San Pablo vio la luz al caerse del caballo, y que a millonarios como David Kirch, una enfermedad les hizo poner pie a tierra hasta llegar a medirse por el mismo rasero que el resto de los mortales. En otras personas, el cambio se produce de una manera más sutil y sus acciones no son consecuencia de un repentino acto de expiación, sino que se trabajan la redención durante gran parte de su existencia, desde que atisban el primer sol de cada mañana.

Tal vez Encarnación Crespo pertenezca a estos últimos. Quizá porque descubrió una luz interna cuando ella misma se manejaba entre las tinieblas que suele tejer la soledad para los que todo parecen haberlo perdido menos lo más tangible que, en demasiadas ocasiones, resulta también lo más inútil, porque hay fármacos que no se venden en botica ni a euro la receta. A Encarnación, una mujer sencilla, le ha llegado el protagonismo siete años después de muerta. Cuando comenzó a fraguar su plan, en el año 2000, bien pudo optar por vivir con despreocupación el resto de sus días a costa de la herencia de su familia transportista. Pudo haber amasado dinero y especulado con sus inmuebles aprovechando, como tantos otros, el oxígeno de la burbuja inmobiliaria antes de que se le viciara el aire, pero ya entonces tenía descartado convertirse en la más rica del cementerio. Quienes la trataron aseguran que era una mujer de carácter, de difícil encaje en el retrato de beata piadosa de misa diaria. Y seguramente tan sabia como los ancianos de Soria que anticiparon en Youtube la debacle económica que no llegaron a atisbar sesudos economistas y políticos de ocasión. A Encarnación no le cuadraban las cuentas ajenas en plena época de vacas gordas. Reflexionaba en el reclinatorio y pidió consejo al confesor y a su caja de ahorros, que, a su vez, no le vendió preferentes, sino que reordenó preferencias. Así fue como un patrimonio valorado hoy en dos millones de euros se convirtió en el capital inicial de una Fundación que llevará su nombre y el de su hermano, destinada a prodigar cobijo y alimento a un colectivo que, en aquellos años, parecía cosa más bien propia de otros lugares con menos paradas de Aves y autopistas: personas en riesgo de exclusión social. Quién iba a decirle que su obra gestada en visitas solitarias al salón social de Caja España, donde cada tarde echaban las horas muertas personas mayores como ella, iba a convertirla en dique improvisado contra la marea de pobreza que nos inunda.

Encarnación se marchó en 2006, ligera de equipaje y con los deberes hechos. Si acaso, alguien pudo reprocharle un asomo de soberbia al querer rebautizar una parroquia del centro de su ciudad con su nombre a cambio de su patrimonio. El Obispado la apeó de aquella idea peregrina que, a buen seguro, no la engolaría lo suficiente como para cebar su alma. Y habrá pasado sin dificultad a través del ojo de la aguja por el que difícilmente cabrán otros que arrastran en sus últimos días lastres en forma de retiro de 88 millones de euros que los anclan para siempre en el mar de la avaricia.