Aunque en los últimos años de su vida había "perdido la ilusión", pocos actores en la historia del cine pueden presumir de tener un género propio. Alfredo Landa consiguió él solo, con su landismo, hacer reír a un país para más tarde demostrar un gran poderío dramático en Los santos inocentes o El bosque animado. "En San Sebastián hice una función en el teatro, y cuando salí en el primer mutis y me aplaudieron, vi un destello, un relámpago que me inundó, y una voz me dijo: 'Tú tienes que ser cómico'. Se me quedó tan grabado que he sido cómico porque no habría sabido ser otra cosa", explicaba Alfredo Landa.

El actor fallecido ayer, a los 80 años, había nacido en Pamplona el 3 de marzo de 1933. Fue uno de los intérpretes más queridos por el público a lo largo de más de 120 películas, siempre supo que tenía una conexión especial con el pueblo llano, aunque finalmente también conquistara a la elite intelectual.

Reconocía que, al principio, su carrera se fraguó con trabajos alimenticios, "para salir adelante, porque para luego triunfar, primero hace falta trabajar, la experiencia es vital". Pero en el cine, se estrenó por la puerta grande con Atraco a las tres, de José María Forqué.

Se sumaría a los abultados repartos berlanguianos en El verdugo, aunque pronto empezó a destacar como un estereotipo con escaso glamour y profundidad, el "españolito medio" que centraría su propio género: el landismo.

"¿Pero hay más orgullo que ser el macho ibérico?", decía, a la vez que admitía: "No reniego del landismo que me dio un éxito tremendo y tenía su valor, la prueba es que esas comedias siguen teniendo éxito cuando se pasan por televisión".

No desearás al vecino del quinto, París bien vale una moza, Lo verde empieza en los Pirineos... Un hombre reprimido y de escasas dotes amatorias creó escuela, y Alfredo Landa asumió sin pudor la tarea con tal de hacer reír a una España que vivía los últimos años de dictadura. "Fue un fenómeno sociológico", reconocía. Como tantos otros cómicos, tuvo que demostrar sus habilidades dramáticas para ganarse el respeto de la profesión.

Enterrado Franco, cambió represión cómica por la verdadera tragedia de la falta de libertades. Dio la vuelta al perdedor, hasta llenarlo de matices sensibles. Calló todas las bocas como el pueblerino de buen corazón que carga con su cuñado retrasado, Paco Rabal, en Los santos inocentes, la adaptación del texto de Manuel Delibes que realizó Mario Camus y que les dio a Landa y a Rabal el premio de interpretación en Cannes.

La racha siguió con títulos fundamentales de los años ochenta. El crack, de José Luis Garci, o dos cintas con José Luis Cuerda que le reportarían sendos premios Goya, El bosque animado y La marrana, demostraban el filón que había permanecido oculto en el actor pamplonica y que se hacía extensible a la televisión con Lleno por favor o con su inolvidable papel de Sancho Panza en Don Quijote, de Manuel Gutiérrez Aragón.

Garci se convirtió en el director con el que mejor relación estableció. "No habría hecho El crack si no fuese por Garci y tampoco habría hecho Historia de un beso sin él, porque estos dos personajes han sido para mí como darle la vuelta al calcetín", aseguró.

El crack 2, Canción de cuna, Tiovivo C.1950 completaron una relación que, en cambio, acabaría mal. Cuando la Academia de Cine anunció que le otorgaba el Goya de Honor en 2008, Garci no aceptó por sus desavenencias con la institución.

Al recoger el premio, Landa olvidó su amargura... y muchas cosas más. Se quedó prácticamente sin palabras y mostró la fragilidad de su estado, impactando notablemente a la audiencia.

Poco después de anunciar su retirada, presentó su biografía, Alfredo el Grande. Vida de un cómico, una entrevista concedida a Marcos Ordoñez, y en la que no se mordía la lengua. "No hablo mal de la gente, solo constato la realidad", señaló tras describir a José Luis Dibildos como "un timador profesional" o la actriz Gracita Morales como "caprichosa, despótica e intratable".