Parecía imposible que el imaginario de Guillermo del Toro no se desarrollase sin una buena revisión de las películas japonesas de monstruos. Godzilla contra Mothma y similares debían tener un hueco en la filmografía de este (también) enorme monstruo mejicano porque ya se intuía que Del Toro no iba a parar en Cronos (vampiros), El espinazo del diablo (fantasía gótica) o Hellboy (superhéroes). Otro paso en su carrera: contarnos la historia de una humanidad amenazada por enormes bestias que salen desde las profundidades del mar. De nuevo, como ocurría en la antigüedad, utiliza Pacific Rim el océano como símbolo de lo desconocido y el terror a animales incontrolables. Tokyo, Nueva York, París... las ciudades caen fácilmente y la respuesta de los gobiernos es un ejército de androides gigantes que los combatan con sus mismas armas: mediante golpes a escala.

Sin el encanto de esa serie Z que nos vio crecer, se aprecia de Pacific Rim su empeño por el espectáculo, la capacidad de Del Toro por colocarnos en el medio de la acción y no aturdirnos como si se tratase del enésimo producto de Hollywood. Funciona todo lo relacionado con la tremenda producción: las localizaciones, las peleas, las construcciones de los robots, el planeta alien... Todo eso (y no es poco) mantiene a Pacific Rim durante sus dos horas de metraje en su papel de entretenimiento de verano.

Pero, como ocurría en otras películas de Del Toro, ¿tiene esta algo más? Pues la respuesta es bastante clara: no. Donde hace más aguas la película es en la construcción de los personajes, casi convertidos en sombras necesarias para el interludio entre batalla y batalla. Poco nos interesa la protagonista femenina (guapísima Rinko Kikuchi), poco nos interesan los conflictos paternofiliales y, menos aún, nos interesa la faceta emocional de un Idris Elba dedicado a conducir los ejércitos robóticos. Si van buscando otra cosa, no sé si les bastará con la parte gigante de Pacific Rim. A mí, sí.