Los separan cuatro siglos y una sensibilidad muy distinta: vitalista y apasionado, el español; espiritual, atormentado y algo excéntrico, el italiano. Ambos fueron sin embargo incansables experimentadores formales. Y ahora los reúne una doble exposición en Madrid (1).

Picasso es sin duda el gran imán para el gran público, pero Pontormo (Jacopo Carrucci-1494-1557) será para muchos un extraordinario descubrimiento gracias a un grupo de maravillosos dibujos procedentes en su mayor parte por la florentina Galleria degli Uffizi.

Este singular artista, a caballo entre el Renacimiento y el manierismo, sufrió influencias diversas que van desde Leonardo, junto al cual comenzó su formación, hasta el alemán Alberto Durero, y por supuesto el titán Miguel Ángel.

El núcleo más importante de trabajos reunidos por la fundación Mapfre, realizados al lápiz negro, a la sanguina o la tiza, son los relacionados con los trabajos para la iglesia de San Lorenzo, de Florencia. Ésta le encargó unos frescos con escenas de los Testamentos que le ocuparon casi en exclusiva desde 1545 hasta su muerte.

Son dibujos de cuerpos desnudos, caracterizados muchos de ellos -sobre todo los estudios para el Diluvio y la resurrección de los muertos- por distorsiones delirantes, típicas de ese manierismo extremo que caracteriza su última etapa, y que parecen expresar su búsqueda espiritual y su profunda angustia.

Como propina y bajo el título de En diálogo con Pontormo se nos ofrece además en la última salita una pequeña pero excelente muestra de dibujos de otros maestros de la historia del arte como Andrea del Verrocchio Sarto, Durero, Rembrandt, Poussin o Tiépolo.

La exposición dedicada a Picasso, que ocupa dos plantas del edificio, gira en torno al taller del artista, es decir el centro sobre el que gravita toda su creación, espacio de continua experimentación así como de reflexión sobre el propio acto creativo.

La fundación madrileña ha reunido cerca de ochenta lienzos, sesenta dibujos y grabados, varias cerámicas en torno al mismo tema, además de veinte fotografías y, para delicias de los fetichistas, más de una decena de las paletas que usó Picasso, de distintas formas y tamaños.

Es de destacar sobre todo el hecho de que una parte muy importante de las obras procedan de colecciones particulares, por lo que han sido expuestas muy pocas veces en público. El resto procede de grandes museos de Estados Unidos, Japón, Israel o Rusia, así como del Reina Sofía de Madrid y del Museo Picasso de Barcelona.

Abarca sesenta años de proteica actividad creadora: desde el conocidísimo Autorretrato con paleta, de 1906, del museo de Filadelfia, que le muestra como joven pensativo, hasta El hombre en el taburete, de 1969, con su mirada frontal y como de asombro, ya hacia el ocaso de su vida.

Entre ambas fechas, Picasso trabajó en diferentes estudios de París y la Costa Azul, comenzando por el famoso Bateau Lavoir, de la bohemia artística de Montmartre, y siguiendo por los del Boulevard de Clichy, el Boulevard Raspail, La Boétie, Boisgeloup, La Californie hasta su morada final en el pueblecito de Mougins, próximo a Cannes.

La exposición permite un amplio recorrido por las sucesivas etapas de un artista que nunca se cansó de experimentar: desde los bodegones cubistas, que se tornan dramáticos, con sus cráneos de toro, en el período de la guerra civil española, hasta las vistas desde el estudio sobre los tejados parisinos o más tarde, sobre las palmeras y el azul intenso del Mediterráneo.

Y entre medias, potentes desnudos femeninos, retratos de Jacqueline sentada, y el tema recurrente del pintor y la modelo en sus innumerables variaciones, en su mayoría en el estudio, pero también alguna vez en medio de la verdura, al aire libre.

En esa última serie, el artista asume, como en el teatro, los más diversos roles: bufón, sátiro, espadachín, minotauro. Y siempre, esos ojos bien abiertos, esos ojos que nunca duermen: los ojos de Picasso.

(1) Hasta el 11 de mayo.