Ha muerto Gérard Mortier. Uno de los nombres clave para entender el desarrollo de la ópera en nuestro tiempo. No me cabe al respecto la menor duda. Nadie podrá negar su brillo, su genialidad y esa capacidad suya para irritar a casi todos, para salirse con la suya, a veces con el capricho del niño pequeño, del Peter Pan que se movía en los más diversos e inverosímiles recovecos hasta conseguir lo que quería. Al principio de su carrera fue un enfant terrible que se movió de la mano de Christoph von Dhonanyi, en diversos teatros del ámbito germánico y en una temprana colaboración en París con Rolf Liebermann y Hugues Gall. Pero su primer gran impacto internacional llegaría a partir de 1981 cuando se hizo cargo de la dirección del teatro de La Monnaie de Bruselas al que dio una repercusión espectacular. Encargó obras, modernizó el repertorio tradicional, atrayendo al mismo a grandes artistas de otras disciplinas, y apostó por un concepto global del espectáculo en el que los cantantes pasaron a ser una parte más del espectáculo sin demasiadas opciones para el pataleo. Tuvo claro, desde el primer momento, que no admitía divismos sobre el escenario. Si acaso ya se encargó él de asumir ese rol con polémicas declaraciones y múltiples beligerancias hacia todo aquel que atacase sus proyectos. Tenía un corpus creativo y organizativo muy nítido, definido de forma precisa y en el que nada ni nadie le apartaba de sus objetivos. El encargo de obra nueva fue por tanto una de sus señas de identidad y también apadrinó a varias generaciones de cantantes, directores de escena y musicales que gracias a él se consolidaron de inmediato en los circuitos. Su apabullante labor en Bélgica le sirvió para dar el salto a un acartonado Festival de Salzburgo que cambió de pies a cabeza y que logró revitalizar con su audacia sin límites. Su paso por la Ópera de París también generó dosis de arrebatos entre los aficionados, con encendidas luchas y pasiones variopintas hacia sus radicales propuestas. Su trabajo en la trienal del Ruhr fue, a mi juicio, otro relevante acierto. Quizá su mayor fracaso fue la aventura americana. Trató de exportar su modelo a Nueva York, pero las restricciones presupuestarias le impidieron llevarlo a cabo. Dio entonces un portazo y entonces se produjo el desembarco madrileño, en el teatro Real, donde ha terminado su trayectoria.

La etapa madrileña ha estado jalonada, cómo no, de múltiples agitaciones. La ópera de la capital siempre se ve envuelta en una múltiple lucha de intereses y protagonismos varios. Entre sabihondos, legiones de parásitos que están a ver lo que sacan, el afán de muchos de sentar cátedra cómo sea, la jauría que rodea el teatro es una especie de patio de Monipodio que, desde provincias, da risa por su cortedad de miras. Entre toda la fauna apenas sobresalen cuatro o cinco voces sensatas que tratan de poner cordura pero a las que les resulta muy difícil hacerse oír entre esa marabunta enfurecida. Aquí llegó Mortier como un elefante en una cacharrería. Daba la impresión de que nada había pasado antes de su advenimiento en el coliseo de la plaza de Oriente. Fue su primer gran error: despreciar la gestión de sus predecesores. Luego hubo más tropezones como la mal disimulada alergia a los cantantes españoles o su dificultad de sacar adelante su discurso artístico sin tener que poner dinamita en cada una de sus declaraciones públicas. En lo que se refiere al resto de su gestión las luces son potentes, de largo alcance. En estos años se han visto montajes y propuestas que han levantado la atención mundial, otras han generado mil y un encendidos debates, otras directamente rozaron el delirio. Su fijación con directores de escena como Cherniakov o Warlikowski generaron la ira de los sectores más conservadores. Ahí estaba él especialmente feliz. Cuando era consciente que la caverna se agitaba, entonces se empleaba a fondo. Mortier estuvo en Oviedo, en el teatro Campoamor, acompañando a Sylvain Cambreling cuando recogió su galardón como mejor director musical en los Premios Líricos, hace tres temporadas. Educado e inquieto, se interesó por todo, por la historia del teatro y de la ciudad. A partir de entonces tuve con él una relación cordial en la que pude percibir su categoría intelectual, lo sólido de las opiniones, la perseverancia de las mismas, la defensa de ellas hasta en la equivocación y un sentido del humor muy peculiar que no todos supieron entender. Gracias a Mortier, y a otros como él, la ópera sigue viva y la caspa que la estaba hundiendo en circuitos minoritarios y falsamente elitistas es cosa del pasado.