Muchos años después de que el coronel Aureliano Buendía recordara la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo, Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura por un conjunto de novelas en las que "palpitan las experiencias universales de la humanidad", dejó este mundo para formar ya parte de la leyenda.

El creador de Macondo, centro neurálgico de Cien años de soledad, quizá su obra más laureada, fue homenajeado en el 2007, con motivo de su 80 cumpleaños y de los 40 años de la novela, por la Real Academia Española (RAE), que publicó una edición conmemorativa del libro que incluye una semblanza realizada por Álvaro Mutis y una introducción de Carlos Fuentes, amigos bien apreciados por el escritor, a los que acompañó en Asturias cuando recogieron en los años 1997 y 1994, respectivamente, el premio Príncipe de Asturias de las Letras en el teatro Campoamor de Oviedo. Un análisis de Mario Vargas Llosa y dos estudios de Víctor García de la Concha, entonces director de la RAE, y del escritor Claudio Guillén, completan la introducción.

Muestra de la entrañable amistad que le unía con Mutis son las palabras con que éste describe a aquel joven colombiano, poseedor "de un sentido común infalible que en nada concordaba con sus 20 años?". De Gabo destaca "una devoción sin límites por las letras, desorbitada, febril, insistente, insomne entrega a las secretas maravillas de la palabra escrita". Mutis sentía veneración por el escritor que había hecho de la saga de los Buendía una historia que a lo largo de cuatro décadas millones de lectores consagraron como obra universal. Pero al reconocimiento literario unía la admiración personal que sentía por alguien al que atribuía "una indulgencia inteligente para todos sus semejantes y un sentido de vigilante servicio en la amistad". Mutis consideraba que la obra más acabada y perfecta de García Márquez es El coronel no tiene quien le escriba y decía a propósito de Cien años de soledad que no podía leerla "sin cierto sordo pánico". "Toca vetas muy profundas de nuestro inconsciente colectivo americano", señalaba, para añadir que sobre la novela aún no se había dicho "toda la deslumbrada materia que esconde".

Carlos Fuente era otro de los imprescindibles de Gabo. Se habían conocido en el año 1962 en México, y forjaron una amistad que nació "con la instantaneidad de lo eterno". El escritor mexicano recoge vivencias, recuerdos y miedos. Como cuando cuenta que García Márquez le escribía para decirle que le asaltaba el pánico de no haber dicho nada a lo largo de quinientas páginas. También describe aquí el entusiasmo que le produjo leer Cien años de soledad, dicha que quiso compartir por carta con Julio Cortázar a quien escribió diciendo: "Acabo de leer cien años de soledad: una crónica exaltante y triste, una prosa sin desmayo, una imaginación liberadora".

La relación del Nobel con Mario Vargas Llosa pasó por diferentes episodios pero el peruano siempre reconoció la monumental obra del colombiano. Sobre todo cuando se refería al libro que relata la historia de los Buendía y de Macondo, relato que describía como "una novela total en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad de igual a igual". En su análisis, Vargas Llosa recorre todos los planos del libro para subrayar que "es la historia completa de un mundo desde su origen hasta su desaparición". Lo real y lo imaginario, lo mágico, la historia familiar y la historia individual, todo le da juego al autor de La tía Julia y el escribidor para sacar lo mejor de la fuerza creativa de Gabo.

Víctor García de la Concha dedica su texto a la búsqueda de la verdad poética de García Márquez y relata que aquel viaje del escritor a Aracataca con su madre que éste narra en Vivir para contarla fue definitivo para convertirse en el gran narrador que fue. En aquella casa de Aratacaca en la que había nacido "estaba ya el mundo de Macondo", sin embargo escribió cuatro libros antes de que "la luz de aquel pueblo polvoriento" le inspirara para contar la gran historia de su vida.

El escritor Claudio Guillén confiesa en su texto haber sentido al leer Cien años de soledad el mismo asombro que sintieron los habitantes de Macondo al contemplar una llovizna de flores amarillas.