Lo conocí el 8 de septiembre de 1960 en el Colegio Mayor Aralar de la Universidad de Navarra. Venía de Londres, acompañando a san Josemaría Escrivá, y con ellos viajaban el actual Obispo Prelado del Opus Dei, don Javier Echevarría, y un químico portugués, llamado Armando Serrano, que conducía el automóvil. Don Álvaro del Portillo, siempre en segundo plano, ayudando al fundador de la Obra, no obstante tenía luz propia. Trataba de pasar inadvertido, pero atraía con aquella sonrisa permanente y afable que era como una revelación de su persona.

Lo vi luego muchas veces, pero voy a detenerme en un día del verano de 1988, cuando me dio una bendición algo especial, y horas más tarde me pidió que le hiciera un favor. Me encontraba pasando unos días en el C. M. Aralar cuando llegó para una revisión en la Clínica de la Universidad. Yo tenía que hacer una escapada a Barcelona, y quise saludarle a media tarde, antes de irme. Había pensado qué decirle, pero al verle tan cansado después de las pruebas que le habían hecho, cambié mi discurso. Le recordé que lo había conocido 28 años atrás, en aquel mismo colegio mayor, y me atreví a pedirle una bendición algo especial.

Padre, le dije, hace bastantes años San Josemaría me bendijo la pluma y la lengua por ser periodista; por desgracia la pluma la he perdido, pero conservo la lengua; ¿me la bendeciría usted también?

Sí, hijo mío, respondió; la lengua... y la cabeza.

Saqué la lengua y recibí su bendición; lo que creo que me convierte en un ejemplar de una especie en extinción: la de quienes tienen la lengua bendecida por un santo y por un beato. En este caso por un beato del que la madre María de Jesús Velarde, fundadora de las Hijas de Santa María del Corazón de Jesús, ha escrito recientemente: "Don Álvaro del Portillo es, a mi parecer, la persona más santa que he conocido en mi larga vida de 88 años".

Al final de aquel día de 1988, don Álvaro me pidió un favor. Como me marchaba a una hora muy temprana del día siguiente, fui a pedirle otra bendición, en este caso para el viaje. Estábamos en medio de un pasillo, con gente alrededor; me puse de rodillas y él apoyó sus manos con gran fuerza sobre mi cabeza. Me dio la bendición y me preguntó:

¿A dónde vas?

A Barcelona, padre, le respondí.

¿Me podrías hacer un favor?, añadió.

Le hubiera hecho cientos de favores; pero la emoción ante aquella petición paternal ahogó mi voz y apenas pude musitar un confuso "sí".

Si puedes, vete de mi parte a ver a la Virgen de la Merced, y dile que la quiero mucho.

Fue lo primero que hice en Barcelona; luego terminé mis asuntos con rapidez, para regresar a Pamplona antes de que él se fuera, y para decirle que había cumplido su encargo.