La verdad que subyace tras la sentencia del juicio por la herencia de la Duquesa Roja es un sonrojante caso de injerencia de la administración en asuntos privados. Un ejemplo de cómo las administraciones, cuando hay bussines de por medio, abandonan su obligada neutralidad y son capaces de destinar fondos públicos a la defensa de intereses espurios, para vergüenza y quebranto de todos.

En el juicio por la herencia de la Duquesa estaban los hijos, que estaban en su perfecto derecho a reclamar una legítima que les había sido negada mediante la consabida jugarreta de constituir una Fundación y poner en frente de la misma a la "interfecta". Decimos jugarreta y decimos bien, pues antes del juicio ya se conocía la doctrina del Tribunal Supremo en el caso de la Fundación Camilo José Cela que avalaba la posición del hijo del escritor en detrimento de la periodista Marina Castaño.

La previsibilidad jurídica, que en este caso sí había y que los profesionales del derecho solemos echar en falta, no impidió que las administraciones involucradas, singularmente la Junta de Andalucía, se personaran en el procedimiento para litigar contra los herederos y todavía más escandaloso, que aportasen fondos públicos para sufragar los honorarios de la defensa de los intereses de la viuda y de la Fundación. Lucha desigual aquella en la que, mientras unos se pagan los abogados de su bolsillo, los otros lo hacen a costa de la cosa común. Quizás si, quizás no, ello tuviera algo que ver con el hecho de que la defensa jurídica de la Fundación, -y de rebote, también la de la viuda- fuera asumida desde un principio por el influyente despacho sevillano de Pérez Royo (antiguo gurú del felipismo, hoy escorado a filas podemitas) y de la camarada Amparo Rubiales (conocida arribista, antigua afiliada del PCE reconvertida a socialista con la victoria de 1982 y que ha disfrutado de notorios cargos públicos de manera persistente desde entonces).

Pero no acaba ahí el sonrojo. En el juicio se pudo comprobar de qué iba el cuento. Las personas al frente de la fundación (no solo la viuda, sino todo un patronato en el que están representados el Ministerio de Cultura y la Diputación de Cádiz) había tomado la decisión de impedir que las personas que según la propia Duquesa, por testamento, debían tasar el patrimonio histórico, no pudieran hacerlo. Las administraciones, actuando de consuno con Liliane Dahlmann, impidieron que las contadoras partidoras testamentarias designadas por la testadora pudieran comprobar el valor de los bienes, de manera que estas han tenido que cumplir su encargo con todo tipo de limitaciones de alcance y manifestando que lo que se han hecho son valoraciones "de mínimos": Resultado, los 33 millones de euros que ahora la Fundación tendrá que pagar a los herederos seguramente representan una mínima parte del verdadero valor de los bienes, sobre todo del archivo histórico Medina-Sidonia, un conjunto documental compuesto por seis millones de ejemplares que historiadores de medio mundo han descrito como esencial para reconstruir la historia de España y Portugal de los últimos 900 años. Ahí es nada.

El juicio, que duró un mes y resultó apasionante, sirvió para llamar la atención sobre la perfecta normalidad con la que en nuestra querida España asumimos comportamientos corruptos sin inmutarnos: puertas giratorias, miembros del consejo asesor de la Fundación que desde sus cargos en el gobierno andaluz hacían convenios, chanchullos y, a la postre, una desheredación de hecho de gran porte. Durante ese mes en Sanlúcar, sufrimos en carne propia lo que es capaz de hacer la razón de estado cuando uno y otro partido se ponen de acuerdo: declaraciones públicas de políticos, plataformas de apoyo a la viuda con participación de personajes públicos, emisión de programas de TV ad hoc en las fechas en que debían celebrarse las sesiones clave del juicio y que inmediatamente eran aportados como "prueba" por los abogados de la Fundación, e incluso, lo que es peor, toda una declaración institucional leída por el presidente del Senado, Pío García Escudero, poniéndose del lado de la Fundación y en contra de los herederos. En definitiva, todo con tal de mediatizar la decisión de un juez que, afortunadamente, ha sabido mantener con firmeza e independencia el imperio de la ley.