Pocos días después de los ataques del 11 de septiembre, Estados Unidos seguía en un lógico estado de shock. El país iniciaba un largo luto que provocó que expresiones artísticas polémicas por naturaleza, como la comedia, guardasen un respetuoso silencio sobre todo lo que pudiese levantar ampollas sobre la hipersensibilizada piel de la nación. Por supuesto, a nadie en su sano juicio se le habría ocurrido hacer un chiste o una simple mención jocosa a los terribles acontecimientos que acababa de sufrir Nueva York. Bueno, sería más correcto decir a casi nadie.

Porque alguien sí se atrevió, y en el marco menos adecuado para plantear un debate sobre los límites del humor. Sucedió en un homenaje humorístico al jefe del imperio Playboy, Hugh Hefner, en el Friars Club de New York, apenas una semana después de los ataques. Se trataba de un roast, un formato en el que varios cómicos ponen verde a un homenajeado célebre, en este caso televisado para todo el país a través del canal Comedy Central. En un momento dado de la velada, uno de los invitados dijo durante su número: "Espero que esto termine pronto. Mañana tengo que estar en California y no encontré ningún vuelo directo, solo uno con parada en el Empire State Building".

Quien se atrevió a soltar tamaña inconveniencia fue Gilbert Gottfried, que en 2001 era una celebridad ya establecida. Contaba algunos importantes papeles de cine en su currículum, como el agente de adopciones del clásico del humor berraco Este chico es un demonio -posiblemente el trabajo que le proporcionó más fama internacional- y la voz del loro Iago en las versiones en inglés de Aladdin. Aunque su carrera comenzó con su faceta de comediante, en la que desarrollaba un estilo entre histriónico y desesperante, gritando procacidades con su irritante voz. Pero en septiembre de 2001 todo había cambiado. Pese a esta bien ganada fama de irreverencia, el respetable guardó silencio tras el chiste para acto seguido explotar en silbidos y abucheos. Alguien incluso le gritó a Gottfried que era "demasiado pronto".

Años después, el humorista bromeaba diciendo que en ese momento pensó que el indignado espectador se refería a que no había esperado lo suficiente entre el desarrollo del chiste y su conclusión. Pero sabía perfectamente el porqué del reproche. La herida todavía estaba abierta, era demasiado reciente y él había ido demasiado lejos. Hay muchas opiniones respecto a los límites sobre lo que se puede bromear, aunque muchos comparten el razonamiento del cómico manchego Ernesto Sevilla en una entrevista para LA OPINIÓN: "Woody Allen decía que la comedia es tragedia más tiempo. Cuando una tragedia está reciente no es aconsejable hacer humor sobre eso, porque te la vas a pegar casi seguro. Pero el tiempo hace que veamos todo de diferente forma y que se pueda hacer bromas sobre el Titanic, por ejemplo, pese a que fue una tragedia horrible".

Gottfried no estaría en absoluto de acuerdo con la opinión de Sevilla, porque ante la ola de hostilidad del público asistente al roast, decidió no achicarse y contraatacar. Y para su respuesta eligió un arma tan de la vieja escuela que nadie se la esperaba. Cinco minutos después, el mismo auditorio que le había abucheado era un mar de carcajadas, mandíbulas desencajadas y risas histéricas.

"Cuando gente empezó a silbarme, pensé que la cosa no podía ir peor y decidí ir hasta el fondo del infierno. Y conté el chiste de Los Aristócratas", recordó Gilbert recientemente. Este chiste en cuestión, como se explica en el documental del mismo nombre dirigido por Paul Provenza en 2005, es una broma clásica en el mundo anglosajón que viene directamente de los años del vodevil y los espectáculos ambulantes. Se basa en una estructura básica, con un comienzo y un final preestablecidos, y un desarrollo central que varía según el gusto de quien lo cuente. Pero con el denominador común de tocar los tabús de la sociedad de la forma más descarnada posible.

El chiste, al que se le atribuye más de un siglo de antigüedad, suele comenzar con un agente artístico sentado en su despacho, que recibe a una familia de varios miembros, acompañados por algún animal doméstico. Al preguntar el manager en qué consiste su número, los "artistas" empiezan a interactuar. Esta es la parte que va cambiando según quien la cuente. La gracia está en soltar el mayor número de burradas posibles, sin escatimar en detalles y poniendo el dedo en todas las llagas sociales imaginables. El final de la broma consiste normalmente en el representante preguntándole a la exhausta familia cómo se titula su actuación y estos respondiendo al unísono "Los Aristócratas", mientras hacen una reverencia.

Esta fue la variedad elegida por Gottfried, la del agente en su oficina que recibe a una familia formada por un matrimonio, sus dos hijos y un perro. Durante el desarrollo de la historia, esa que cada uno personaliza a su gusto, el cómico relató a voz en grito una sucesión de barbaridades a cada cual más salvaje, recurriendo a, entre otras artes, el bestialismo, la coprofagia y el incesto.

La interpretación resultó tan extrema y delirante que el público reaccionó de forma primaria e inmediata. Nuestro protagonista incluso se vio obligado a interrumpir su actuación varias veces para esperar a que otro de los invitados al espectáculo, el actor Rob Schneider, volviese a su silla y dejase de revolcarse por el suelo entre carcajadas. El propio homenajeado de la velada, Hugh Hefner, parecía al borde del colapso respiratorio, pese a que se le suponía acostumbrado a una rutina de intenso ejercicio físico.

Naturalmente, el chiste de Gottfried es completamente irreproducible y fue censurado para su posterior emisión televisiva. Pero devolvió a la actualidad una historia que era un mito de la tradición oral y el humor en inglés. En el interesante documental de Paul Provenza, reputados cómicos como Sarah Silverman comentan que Los Aristócratas es una especie de prueba de fuerza entre iniciados en la que se compite para ver quién logra la versión más brutal, pero que rara vez se cuenta de cara al público.

Pese a que el contraataque de Gottfried en ese lejano septiembre de 2001 parece algo inconsciente e improvisado, escondía detrás una intención mucho más profunda: "Lo que demostró lo sucedido esa noche es que, en situaciones como esta, la gente quiere reírse. Realmente necesitan reírse", explicó hace poco en una entrevista. Usó la risa como catarsis en una situación extrema, sin que absolutamente nadie interpretase sus chistes como una burla hacia ninguna víctima, con el único objetivo de que su público se divirtiese usando sus tabúes como arma.