Hay un curioso malentendido alrededor de Rebeca de Daphne du Maurier, una novela que se hizo universal en ventas y mucho más cuando dos años más tarde Alfred Hitchcock la convirtió en película, limando eso sí, el aspecto más controvertido de la obra. El hecho de que la narradora protagonista, no Rebeca, sino la mosquita muerta, fantasiosa e insegura que ni siquiera tiene nombre, y su marido, el inquietante Max de Winter, son en realidad dos importantes psicópatas. Sí, leen bien, dos psicópatas.

El malentendido es que la novela siempre se ha leído como una intensa historia de amor, la de una cenicienta y su príncipe azul, una especie de edición renovada de Jane Eyre, en la que la loca en el altillo, la difunta, es exquisita e imponente, una supermujer que en vida pisaba fuerte y hacía su voluntad (¿alguna objeción a eso?). Pero en realidad, a poco que el lector o la lectora suspendan en algún momento su credulidad y eviten dejarse manipular por la asfixiante y hábil trama, se comprobará que él es un Barba Azul que paradójicamente se nos muestra como víctima, y ella, alguien encantado de conocer esa mancha en el historial de su marido. Porque alguien que ha asesinado a su esposa tiene su corazón de nuevo en circulación.

Rebeca es un clásico popular que se resiste a morir. Cuando se cumplen 80 años del estreno de la película, todavía sigue su camino de súper best-seller vendiendo unos 4.000 ejemplares al año. Además, Netflix promete una nueva versión televisiva con Lily James, quizá una actriz demasiado agraciada para encarnar a la segunda señora De Winter.

No es el único dato de la vigencia de la autora británica: Alba ha reeditado La posada Jamaica, Mi prima Rachel y El río del francés, tres de sus novelas que tuvieron también versiones cinematográficas, sin olvidar las de dos de sus mejores cuentos de terror, Los pájaros, de nuevo de Hitchcock, y Amenaza en la sombra, de Nicolas Roeg.

Hay más detalles en su obra más conocida que no solo contradicen la habitual lectura de novela romántica, sino que además iluminan la compleja sexualidad de su autora, como reveló su biógrafa, Margaret Forster, para evidente enfado de los hijos: nacida en una familia de actores y artistas de costumbres más que liberales „dos de sus hermanas fueron lesbianas tan abiertas como los tiempos permitían„, Du Maurier se consideró a sí misma desde pequeña como un chico encerrado en un cuerpo de chica „se hacía llamar Eric„, aunque accedió a casarse con Frederick Browning, condecorado héroe de guerra, y formar una familia. La pareja sin embargo no llegó a separarse gracias a la fórmula de hacer cada uno su vida.

'Tontita', 'bobita'...

Volvamos a Rebeca. Por un lado está la fría relación que la tímida protagonista y Max de Winter establecen. Una relación no particularmente sexual en la que él suele llamarla tontita, bobita y lindezas parecidas y ella se ofrece a él como "amiga y compañera". Muy complejo, intenso y sensual es el sentimiento que fluyen entre ella y Rebeca, a cuya reconstrucción imaginaria, pero a la vez muy física, incluye una enorme carga de deseo. Para que eso se entienda bien, Du Maurier construyó a la señora Danvers (inolvidable Judith Anderson, en la película), el ama de llaves que obliga a la narradora a acariciar la ropa interior de Rebeca en la escena de más temperatura sexual de la novela. Según su biógrafa, la sexualidad de la escritora tiene innumerables recovecos. Si realmente fue trans, le resultó difícil aceptarlo. Los tiempos no eran demasiado propicios. Ella misma aseguró que dejó encerrada en una caja a su alter ego Eric poco antes de su matrimonio. Se obligó a ser una esposa aparentemente fiel, aunque no pudo evitar enamorarse de dos mujeres: primero de la esposa de su editor norteamericano, Ellen Doubleday, un deseo que no fue recíproco, y luego de una actriz, Gertrude Lawrence, que había sido amante de su padre „lo que no deja de ser inquietante„. No por ello, sin embargo, se consideró a sí misma lesbiana.

Fue una mujer distante, que vivió alejada en su mansión de Cornualles, modelo de Manderley, mucho antes de que pudiera comprarla con el dinero de la novela. Y sobre todo fue muy eficaz dibujando la fina línea que separa el deseo de la obsesión.