Manuel Gutiérrez Aragón (Torrelavega, 1942), es historia viva del mejor cine español. Y escritor de estilo igualmente original y poderoso que ocupa desde hace unas semanas un lugar en la Real Academia Española. Su experiencia como cineasta le convierte en una de las voces más autorizadas para hablar de un aspecto del Séptimo Arte que muy rara vez se analiza con la profundidad y respeto que merece: la interpretación. El cineasta cántabro dedica a esa importancia decisiva A los actores, un estudio y un homenaje que combina autobiografía y reflexiones con lucidez y amenidad. "Debo a los actores la señal del camino que me lleva a poder contar quién soy". Casi nada.

Viajemos en el tiempo. Todas las mañanas de domingo el niño Gutiérrez Aragón iba sin falta hasta la esquina de la plaza mayor de Torrelavega "en la que se mostraban los fotocromos de la película de riguroso estreno. Las películas no se conocían por el nombre de su director, sino por el de sus intérpretes. No era un filme de John Ford, de Jean Renoir o de Berlanga, era una película de John Wayne, de Maureen O'Hara, de Pepe Isbert o de Carmen Sevilla".

El primer contacto con el cine se produce, pues, "al contemplar a los actores, esos cuerpos y almas en movimiento que nos ofrecen su presencia a unos cuantos metros de sitio que ocupamos en la sala oscurecida. En ese lugar estamos nosotros y ellos, los que miran y los que existen para ser mirados, los que exponen sin vergüenza las interioridades y exterioridades de su ser para los otros, para mí. Un poco más y podríamos tocar a los actores de la pantalla, si no fuera porque tienen el don de la ubicuidad y están, en ese preciso momento, además de donde las estamos viendo, en otro sitio. Los actores de cine no están completos en ninguna parte, nunca lo están".

Se hizo a la promesa de que "si un día cedía a la tentación de escribir sobre cine en vez de hacer películas, cualquier reflexión al respecto empezaría por los actores en vez de por el lenguaje fílmico o la puesta en escena".

Diferencia entre dos clases de directores de cine, "por un lado los que sienten que los actores son el mejor instrumento que tienen a su alcance para expresar emociones y, por el lado contrario, los directores que tienen pánico a los actores y encuentran que, en el perfecto mecanismo de la máquina cinematográfica, el factor humano es el más fastidioso".

(M)atiza: "La sobrenaturalidad, esa especie de mala fe interpretativa, es la que me apartaba de niño de las películas españolas neorrealistas. Todo era espantosamente natural. Hoy día aún pervive -salvo honrosas excepciones- en las series televisivas que tratan de acercarnos a una determinada época, o a usos amatorios y otros estereotipos. Los que detestamos esa clase de actuación tenemos una secreta venganza: verla envejecer".

El cuerpo de los actores "llega hasta a hacer que sobren las palabras que pronuncian. La fisicidad de los intérpretes transparenta la trama y la historia. Aquello es verdad porque el cuerpo no puede ser desmentido".

Su método es "ensayar todo lo ensayable, pero sin pedir motor. Mientras la cámara no grabe, el actor no se siente presionado, no se 'gasta'. En cuanto se pone la claqueta ante la cámara y se dan las órdenes de motor y acción, pareciera como si un contador interno se pusiera a registrar errores y faltas, y se pierde parte de la desinhibición que libera las emociones".

Alfredo Landa le contó que cuando "comenzaba una película y llegaba su primera escena, por ejemplo, abrir una puerta y dar los buenos días, la interpretaba de manera directa, sin florituras, según el tipo de personaje que encarnara. Por lo general, el director repetía la toma, extrañado. Y Landa volvía a hacer lo mismo. Entonces, el director le rogaba: ¡no, no, como tú sabes, Alfredico! Recibida la orden, Landa volvía a hacer la toma con su esperado '¡buenooos díiiias!', moviendo las manos, cantarín, exagerado, landesco".

José Luis López Vázquez confesó "sin yo preguntarle, que él hacía todos aquellos papeles en películas detestables porque un actor no podía vivir esperando solo papeles buenos. 'Si lo hiciera, volvería a los tiempos del hambre'. Y pasó a contarme las penurias de los primeros años de su vida, cuando, efectivamente, en una España famélica, la lucha por un pedazo de pan era tarea diaria. Donde más hambre había pasado era en el teatro, cuando era principiante. No hablaba de ganar poco dinero, hablaba de comer. Se volvió hacia mí y advertí en su cara las huellas del rencor y la miseria".

Está convencido de que "donde hay belleza no hay obscenidad, según la estética más rancia. Así pues, cuando Ángela Molina aparece bellamente desnuda en una película, ¿la ponemos en la lista de destape o del arte filmado? (?). El desnudo femenino, tantas veces pintado y tantas veces bajo sospecha (?). El cuerpo en el cine no solo se mueve y nos conmueve, también nos habla a su manera. Nunca nos deja indiferentes. Y, desde luego, esa voz nos interpela si se trata de un desnudo. Exige una respuesta".

Una historia de La mitad del cielo, con Ángela Molina y Fernando Fernán Gómez: "Ocurrió que en una escena Fernando desechó que se le sirviera vino simulado y pidió vino de verdad. La toma tuvo que repetirse varias veces, Fernando aguantó como pudo y siguió bebiendo, como el guión pedía, para hacer de borracho. La escena estaba casi terminada cuando Ángela empezó a equivocarse y tratarle de usted, aunque debía tratarle de tú, como se había hecho en las anteriores escenas. Repetí y repetí la toma, para que Ángela volviera al tuteo. Fernando ya estaba verdaderamente ebrio y ahora era él quien comenzaba a equivocarse. Alfredo Mayo, el operador, me hizo observar el rostro de Fernando: el alcohol le había hecho envejecer de golpe y por eso Ángela, a su vez, había comenzado a tratarle de usted. Le parecía un anciano. Ángela era incapaz de mentirle a la cámara. La escena tuvo que suspenderse. Todos habíamos fallado, el director y sus actores".