La idea original de unir a los diferentes países europeos a través de un mismo cauce de directrices no podía albergar fisura alguna en relación a su éxito, al menos sobre el papel, y de manera especialmente indiscutible en parcelas como la económica, ya que sin mayor miramiento, si no tienes dinero, no entras a formar parte del club. Pero pasados los años comienzan a pesar fatídicamente los arraigados distanciamientos que sus protagonistas han perpetrado a lo largo de la historia, esas viejas rencillas para sonrojo de la humanidad, y aquellas incidencias que debieran solucionarse hoy entre todos, parece que solo han de afrontarlas los países colindantes con el problema en cuestión.

Italia, Grecia y Turquía se desbordan ante la llegada masiva de refugiados mientras los países centroeuropeos, los motores de la maquinaria política y emisores de las tareas a cumplir, discuten día sí y día también sobre la conveniencia, número y forma de acogerlos bajo su cálido manto, más a todas luces, con probado fracaso de consumar intenciones. Cabe decir que supone otro rubor más que sumar al problema de España, que como mal llamada balcón de Europa, convive con su tristemente famosa valla de Melilla.

Y es que a este conglomerado ideológico europeo se le comienzan a ver las costuras, falto de pronta solución ante la sucesión de imágenes que llenan diariamente las crónicas informativas, con rostros desesperados y agónicos, de familias enteras que huyen atemorizadas del horror.

De acuerdo, no es tan fácil, no se puede solucionar de hoy para mañana, ¿pero acaso lo es para los padres que suben a sus hijos en barcazas para adentrarse en la oscuridad de la noche? ¿Es fácil dejar toda una vida atrás para huir sin saber ni siquiera a dónde? Sentado en una poltrona donde te han traído a debatir en un coche de alta gama y desde un hotel de cinco estrellas, puede que la visión de la falta de derechos humanos no sea tan palpable ni tan demoledora.

Pero aunque quisiéramos que no fuese, la realidad es esta; la que nos hayamos firmando con nuestros actos cual fiel testigo indeleble, aportando otra funesta página más en ese gran libro de historia que, pese al pesar de no pocos, sin duda avergonzará a las generaciones venideras.

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