Durante mi infancia, transcurrida entre las décadas de los 60 y 70, no había campañas institucionales destinadas a elevar el nivel de concienciación social en todas aquellas cuestiones relativas al respeto y cuidado de nuestro entorno natural. Un tiempo en el que los ríos eran objeto de vertidos urbanos e industriales sin demasiados miramientos, llegando a alcanzar niveles de contaminación que provocaban la extinción de la fauna existente; residuos hospitalarios (como envases de medicamentos, gasas y jeringuillas con restos de sangre) eran arrojados de manera regular en la orilla de la playa del barrio, con los riesgos derivados para la salud pública; y las escopetas de balines con la que nos pasábamos horas entretenidos disparando a las aves que se ponían al alcance, en muchos casos eran un regalo de Reyes. En la actualidad, y una vez vistas las orejas al lobo, parece que los países toman nota y comienzan a reaccionar (aunque no con el consenso y compromiso deseado ni al ritmo recomendado desde el mundo científico) para disminuir los efectos de una conducta y actividad humana que, sea por ignorancia, egoísmo o codicia, conducen al desastre.

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