No creo que haya muchas prostitutas reacias a que la sociedad mejore las circunstancias que rodean su actividad o que se sientan demasiado molestas por la frecuencia con la que en los medios de comunicación se polemiza sobre la esencia y el desarrollo de su negocio. Entienden esa preocupación, la agradecen y hasta cabe pensar que gracias a ese interés social se sienten en cierto modo protegidas. Lo que las prostitutas en general no están dispuestas a admitir es que, con el pretexto de redimirlas, el feminismo radical convierta irónicamente su salvación en su hundimiento. Son las primeras en saber que trabajan en un territorio complicado, expuestas a peligros serios y evidentes, pero es de suponer que la mayoría de las prostitutas creen que prohibir la prostitución para acabar con las organizaciones criminales que la acechan sería tan absurdo como suprimir la agricultura para combatir las plagas que de vez en cuando amenazan sus cosechas. En cuanto a la idea de atacar indirectamente a la prostitución castigando a sus consumidores, resulta tan delirante como lo sería sin duda que para reducir los divorcios se le prohibiese el matrimonio a los hombres. El origen de la prostitución no es masculino o femenino, sino económico, y carece de sentido exigirle por ello responsabilidades a las mujeres que la practican o a los hombres que la consumen. Por tratase de un asunto mercantil, lo que las prostitutas necesitan con urgencia es que las autoridades se preocupen por eliminar las interferencias criminales que de paso que ponen en peligro su integridad física y su libertad personal, distorsionan el mercado. Habría que saber qué porcentaje de mujeres viven libremente del oficio y cuántas son las que ejercen la prostitución al servicio de mafias organizadas. Estoy seguro de que un estudio serio y riguroso arrojaría resultados sorprendentes, no solo porque dejase claro que la mayoría de las mujeres acceden libremente al oficio, sino porque ni las mafias son tan organizadas como se presume, ni su destrucción resultaría tan difícil como ahora nos parece y sería un objetivo accesible si no fuese porque un billete marcado al pie del catre en un burdel probablemente tarde menos de lo que sería de desear en llegar a lugares que suponíamos a salvo de su contaminación. Los clientes dejan sus manchas en el ajuar de las prostitutas, pero convendría saber con certeza hasta dónde salpica cuesta arriba la suciedad de ese dinero. A lo mejor descubrimos que aunque los chulos carguen desde siempre con la responsabilidad pública del delito, es en el penumbroso entramado de algunas honorables instituciones donde reside la impunidad del crimen. Es en esos ámbitos donde conviene empezar la limpieza de un negocio en el que las oficiantes y sus clientes son probablemente los únicos eslabones que se necesitan mutuamente, no solo porque ambos son la esencia del negocio, sino porque su encuentro en el infame catre de un burdel es probablemente el único momento en el que el dinero que lo motiva está verdaderamente limpio.

jose.luis.alvite@telefonica.net