No sé si será porque lo recuerdo mal, pero tuve durante la infancia la idea de que África era probablemente el único lugar del mundo en el que ni siquiera Dios era más importante que la lluvia, un lugar lejano con bosques tan frondosos e impenetrables que ni siquiera el fuego sería capaz de atravesarlos, un sitio remoto y fascinante en el que había media docena de relojes parados, un puñado de banderas y doscientos dioses. Yo no sé si toda aquella gente de África era feliz, pero a la distancia que veo ahora aquel mundo de mi niñez tengo la tardía sensación de que el progreso no les ha servido a los africanos para otra cosa que para malograr su felicidad y echar a perder aquella deliciosa calma misérrima y rural en la que nada corría prisa y el tiempo se sucedía con la monótona regularidad de las cosechas y al margen de los almanaques, con una dulce rutina sin grandes objetivos, como si cada día fuese la víspera del día anterior. Hace cincuenta años África era todavía un misterio, incluso una aventura, hasta que alguien convirtió el paraíso en un negocio. Ahora parece increíble que África hubiese sido alguna vez un territorio en el que había lugares en los que ni siquiera había estado dos veces el viento y ríos de los que apenas sabía algo el agua que arrastraban, un bendito y remoto paraje en el que nadie comía sin apetito, una inmaculada sucesión de naturalidad, cáñamo y belleza recorriendo bajo el sol un mundo aún desconocido en el que ni siquiera estaba diagnosticada la muerte. Los aventureros europeos no tardaron en darse cuenta de que su presencia allí constituía al mismo tiempo un agradable placer y un imperdonable atrevimiento. Sabían que detrás de ellos llegarían sus costumbres, sus prejuicios y sus dioses. Era cuestión de tiempo que la belleza resultase diezmada por la conveniencia y que la educación acorralase a los instintos. También era evidente que lo poco que resistiese en pie las acometidas de la religión, lo arrasaría el dinero, y que los aventureros y los predicadores dejarían pronto su sitio a los negociantes, de modo que el viejo paraíso de áfrica se convertiría sin remedio en un mercado. Cada vez que Europa se enzarzaba en una gran guerra, al final de la contienda los cartógrafos retocaban el mapa de África con fronteras nuevas, las cancillerías desplegaban enseguida sus banderas y la alta sociedad británica se trasladaba hasta Kenia con la lividez del último catarro, su séquito de arqueólogos y sus vajillas para el té. La colonización tuvo sus cosas buenas y sus días de luz y dignidad en África, pero los ocupantes se retiraron llevándose las riquezas envueltas en sus banderas y dejando una estela de melancolía y desidia que dura hasta nuestros días, como un inquilino que se hubiese largado sin pagar la renta. Yo no sé hasta qué punto a los africanos les ha venido bien adquirir nuestras costumbres y nuestros dioses si a cambio les hemos pagado con nuestras injusticias y con nuestras enfermedades. Lo que sí sé es que los niños de ahora ya no sueñan con el África emocionante y remota de cuando yo era un crío, probablemente porque ni disfrutarían con tan poca felicidad, ni tendrían memoria para tantas banderas.

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