No me sorprende en absoluto que el diputado conservador Antonio Rodríguez Miranda haya incurrido en apropiación indebida de fondos públicos. A juzgar por la indiferencia con la que han reaccionado sus compañeros en el Parlamento de Galicia, el asunto constituye una práctica más extendida de lo que muchos suponen, tal vez incluso se ha convertido en una conducta rutinaria, en una generalizada forma de ser, algo que pudre sistemáticamente un modelo político en el que si no descubrimos más podredumbre no será porque no exista, sino porque nadie ponga demasiado empeño en encontrarla. Políticos incapaces de ponerse de acuerdo para sacarnos de una crisis que amenaza con retrasarnos treinta o cuarenta años no dudan en coincidir a la hora de asignarse por unanimidad, casi por aclamación, sorprendentes retribuciones económicas por realizar un trabajo en el que la mayoría de las veces sus señorías solo consiguen demostrar su flagrante y vergonzosa incompetencia. Pero a mí eso no me sorprende en absoluto. Conozco a unos cuantos de esos diputados y dudo de que pudiesen sobrevivir al servicio de cualquier empresa privada. Serían empleados del montón, gente corriente, exactamente lo que son, hombres y mujeres beneficiados por el empujón de algún padrinazgo, por la lotería de la vida pública o, simplemente, porque las instancias del poder multiplican la falsa apariencia de la eficacia con la misma facilidad con la que disimulan el olor de la mierda. A muchas de esas pretenciosas y falsas luminarias, cualquier empresario privado no dudaría en felicitarles la Navidad con una carta de despido. Con independencia de que hayan sumido a Galicia en un descomunal atraso social, político y económico, muchos de esos diputados no han conseguido en su ejecutoria pública otra proeza que la de empobrecer con su oratoria la atmósfera del hemiciclo y atascar con sus culos los retretes del Parlamento. A veces a los señores diputados se les llena la boca proclamando su desinteresado afán de servicio, como si no supiesen que la gente de la calle ya no cree en ellos, ni tiene la menor esperanza de que recapaciten y cambien de rumbo. Lo sorprendente es que nosotros, la gente corriente, el puto pueblo, seamos incapaces de salir de la modorra, presentarnos en el Pazo do Hórreo y correrlos a gorrazos animados por la firme convicción de que del mismo modo que la lluvia se encauza de manera natural en sus ríos sin que nadie la empuje, no parece descabellado pensar que Galicia pudiese prosperar gracias a haberse quedado algún tiempo sin gobierno. Podríamos entonces hacer limpieza y empezar de cero, como cuando el empleado del cine recoge con pinzas los condones y fumiga la sala entre dos funciones. Naturalmente, procuraríamos no olvidar lo ocurrido, aunque solo fuese para asegurarnos de que en lo sucesivo representen nuestros intereses un puñado de hombres y mujeres de los que podamos tener la plena seguridad de que van a realizar su trabajo de manera que no quede luego en sus escaños el mismo olor que en sus retretes. En cuanto al señor Rodríguez Miranda, lo mejor será que presente su dimisión sin pérdida de tiempo, nos ofrezca sus públicas disculpas y salga cabizbajo del Parlamento por la puerta de servicio, ofreciéndole por nuestra parte el inmerecido privilegio de que huya hacia un destino desconocido, con las manos recién lavadas y llevando como regalo cien metros de ventaja sobre los coches de la policía. En cuanto a su conciencia, no nos hagamos ilusiones. Los tipos como él fueron probablemente educados en un sistema de valores en el que la audacia de cometer un delito casi nunca está peor vista que el error de confesarlo.

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