Catástrofes como la de la mina chilena de San José, con treinta y tres trabajadores atrapados en espera de que la máquina que ha de liberarlos lo consiga, ponen de manifiesto las contradicciones que rigen en cualquier relación humana. Al principio todos son lamentos, iniciativas más o menos sensatas de cooperación, solidaridad con las víctimas y cantos a la universalidad de los sentimientos. Luego, a poco que pasan los días, aparecen las pequeñas miserias que se llevan esos principios, en principio eternos, por la borda. Las encuestas acerca de la opinión pública han llevado al presidente de Chile a anunciar la decisión de que la mina se cierre. Hasta aquí, nada que decir. Pero al buen hombre se la ha ocurrido mejorar su popularidad en baja tirando de los símbolos y, en un tropiezo comprensible para quien se dice conservador y religioso, declaró a los periódicos su intención de levantar en la boca del pozo un santuario. Por desgracia, todo culto necesita de un dios, de una virgen o, al menos, de un santo al que invocar y ahí han comenzado los conflictos. Resulta que cerca de la mitad de los mineros presos es de fe católica mientras que la otra es protestante. Dispuesto a dejar las cosas claras desde el primer momento, el cardenal chileno dependiente de la curia romana se presentó en San José con treinta y tres rosarios bendecidos por el pontífice Benedicto XVI -no se sabe si a distancia- y de inmediato el pastor evangélico de la Iglesia del Séptimo Día hizo lo propio pero con treinta y tres biblias adventistas destinadas a reconfortar el ánimo de los presos. Como cardenal y pastor no fueron tratados de igual manera por las autoridades que dirigen la operación de rescate, saltó el problema que, como no, ha trascendido llegando a los familiares de los mineros. Éstos últimos, que yo sepa, no han sido consultados respecto a los auxilios espirituales que precisan más allá de mantenerles vivos y con los ritmos circadianos regulados. Imagino que no están para según qué polémicas de las que tanto nos preocupamos los de fuera de ese tremendo sepulcro forzado. Ya tienen bastante con sus propias angustias.

De parecida miseria es el brete que se ha montado por mor de las indemnizaciones y donaciones de sindicatos y empresarios que comienzan a llegar hasta San José. Ha trascendido que la mujer oficial y la amante de uno de los mineros atrapados reclaman ambas los dineros en función de los mismos argumentos que se disparan cada vez que una herencia o un funeral enfrentan a herederos despechados. Forma parte, ya digo, de la naturaleza humana pero da la impresión de que tanto los auxilios religiosos como los matrimoniales podrían esperar un poco. Hasta que -los dioses y los cónyuges lo quieran-los trabajadores sean liberados, en el mejor de los casos. Será entonces el momento de meternos en las sutilezas del dios verdadero o la mujer legítima: cuando lo que en verdad importa, la vida de los mineros, siga su camino y, superados los momentos difíciles, volvamos a la banalidad cotidiana.