Comunican las autoridades a cargo de los grifos que Galicia sólo dispone de agua para cien días antes de quedarse seca como el esparto; pero en realidad no hay motivo alguno de alarma. Si de agua vamos un poco escasos, de vino -que es lo que importa- andamos los gallegos más sobrados que nunca gracias a la cosecha récord de casi cuarenta y dos mil toneladas de uva recogida este otoño en las Rías Baixas. Por mucho que dure la sequía, siempre nos quedará el albariño.

Es precisamente la escasez de lluvias la causa de que la cosecha de oro líquido de O Salnés, del Condado y de O Rosal haya sido la más temprana y copiosa que se recuerda en los arqueos de la denominación de origen. Sabia como dicen que es, la Naturaleza se ha ocupado de compensar nuestras penurias de agua con raudales de vino suficientes para mantener el correcto equilibrio de los líquidos en este país.

No por ello deja de preocupar, como es lógico, la perseverante sequía que aflige a Galicia desde la pasada primavera. Se conoce que también los cielos andan en crisis y han decidido aplicar severos recortes a su habitual cuota de lluvias, provocando de este modo una grave carencia de liquidez en los embalses.

Ninguna otra circunstancia puede ser más desdichada para los gallegos, gentes de alma de pez que se sienten incómodas cuando les falta el agua que es el elemento esencial de su hábitat.

Mucho se ha hablado de las marelas como animal totémico de este país, donde uno de cada cuatro habitantes es vaca, o eso proclaman al menos los censos. Sorprende sin embargo que, ya puestos a buscar símbolos nacionales, nadie haya reparado en la íntima y esencial relación que los gallegos mantenemos con el agua. Al igual que sucede con el cuerpo humano, Galicia está formada de líquido en su mayor parte. La limitan dos mares -el Cantábrico por arriba y el Atlántico por la banda occidental- a los que van a desembocar un millar de ríos con sus correspondientes presas y las aguas de incontables manantiales, fuentes, arroyos y demás cursos hídricos que humedecen el país.

Ninguna prueba de arqueología bíblica ha confirmado hasta ahora, cierto es, la sospecha de que Noé fuese gallego; pero salvado este detalle lateral al caso, parece lógico que un lugar tan pasado por agua como Galicia obtenga de ella buena parte de sus recursos. No ha de ser casualidad que este reino con vistas a dos mares poseyese durante décadas una de las más importantes flotas pesqueras de Europa y que, a mayores, surtiese con sus excedentes de marinería a los barcos de cien distintas banderas. Esa misma vinculación al agua explica también el hecho de que Galicia sea la patria natural del marisco y del pescado gracias a unas rías que sirven de granja para el cultivo de almejas, ostras, rodaballos e incluso un producto en apariencia tan ajeno al mar como el tabaco, que antaño se daba muy bien en las bateas. Conscientes de todo eso, y de lo mucho que en general le debemos al agua, es natural que los gallegos recibamos con algo de zozobra la noticia de que apenas quedan provisiones para cien días en los pantanos del país. Salvo que las nubes abandonen su indolencia y dejen caer de aquí a enero un buen chaparrón que nos active las branquias, mucho es de temer que los vecinos de este que otrora fue país de agua tengamos que afrontar un racionamiento del precioso líquido. Tamaño contradiós sería un atentado al buen orden meteorológico y existencial de Galicia, pero ya se sabe que nunca llovió que no escampase y -por la misma razón- tampoco habrá sequía que dos años dure. Por si sí o por si no, los gallegos disponemos de un Plan B -con be de Albariño- que bien podría ayudarnos a sobrellevar las carencias de agua sin más que recurrir, alternativamente, a la fértil vendimia que las Rías Baixas acaban de dejarnos. Con las bodegas repletas de vino, lo de la sequía será beber y cantar.

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