En casa, la forma comúnmente aceptada de responder a las afrentas de los señores importantes desde el telediario consistía en tirarle a la tele cosas blanditas. Una servilleta, una bola de papel, un resto de pan de la cena en toda la jeta del bocazas de turno. Estaba prohibido hacerles daño de verdad o peor, amenazar la integridad del aparato en los tiempos en que los electrodomésticos duraban por necesidad más que una barra de labios. Ahora, por suerte, tenemos internet para contestar amplio y claro; bien para nosotros, malo para ellos. La red nos permite leer y escribir sobre todas las facetas del polifacético Fraga, incluidas las que prefieren olvidarse en los sermones, y opinar sobre lo de Contador y lo de Gallardón, sobre el logo de Madrid 2020 y sobre el genuflexo Tribunal Supremo. Los señores importantes ya no pueden arrojar la piedra y esconder la mano, porque las avalanchas resultan imparables. Le acaba de pasar al digitado primer ministro italiano Mario Monti, un dirigente que sale a la palestra de vez en cuando, no como nuestro presidente Mariano Rajoy, #manifiestaterajoy. En una entrevista en la televisión, Monti trataba de levantar los ánimos de un país que pinta en sus paredes eslóganes del tipo a la mierda la austeridad y de vender las ventajas de cambiar una estructura económica obsoleta. Uno de sus males es el enquistamiento del mercado de trabajo, pues la legislación e incluso la constitución protegen a los italianos contra el despido. En este panorama se divisa con claridad un segmento de ciudadanos con empleo estable y buenas condiciones a la antigua usanza, frente a otro formado por personas con horizonte laboral extremadamente precario, de hecho un apartheid, exponía el primer ministro. "Los jóvenes se tienen que acostumbrar a la idea de no tener un puesto de trabajo fijo para toda la vida. Y además, ¡qué monotonía! Es mucho más bonito cambiar y aceptar nuevos desafíos", dijo y me puedo imaginar la lluvia de bolas de miga contra su efigie. La respuesta, por descontado, no se hizo esperar en las redes sociales. Teorizar es gratis (a algunos les pagan), venían a decir jóvenes y parados. La mayoría de las reacciones cabrían bajo el epígrafe : ¡Viva la monotonía! y muchas reprochaban a Monti la desfachatez de hablar desde su posición de senador vitalicio con un sueldo de unos 15.000 euros al mes. Vitalicio. La monotonía no le gusta a nadie cuando se siente entre las sábanas, cuando tu equipo empata y empata, o si no deja de llover. La monotonía es un asco si tienes la posibilidad de saltar de un empleo excitante a otro aún más interesante, pero no si la opción contraria consiste en un subsidio y la imposibilidad de conquistar la independencia. Prefiero aburrirme a elegir la forma de frustrarme entre un amplio abanico de posibilidades. Qué pena Monti, profesoral, caballero, un maestro que nunca ha pronunciado una tontería. No es que ahora la haya dicho, entiéndanme, sino que ha reflejado esa falta de conexión emocional con la realidad de los políticos (él no lo es) que hace dudar de que atine en su gestión. La ausencia de empatía da que pensar, ahora que el Gobierno español también planea una reforma laboral que abarate el despido, ellos lo llaman agilizar y flexibilizar el mercado. Nuestro mercado, no el suyo. Porque los próceres hispanos casualmente también gozan de trabajos seguros a los que volver si lo necesitan: Rajoy, registrador de la propiedad; Sáenz de Santamaría y Arias Cañete, abogados del Estado; García Margallo, inspector técnico del Estado; Ruiz Gallardón, fiscal; Montoro, catedrático; Fernández Díez, inspector de trabajo; Pastor, funcionaria; Soria y Guindos, técnicos comerciales del Estado, Mato, profesora de la UNED. O sea, que sólo Wert, Báñez y Morenés podrían llegar a plantearse esa pregunta tan difícil que se están formulando tantos al encontrarse en paro: ¿Y qué hago yo ahora?