Durante aquellos días de calma y tertulia en la cafetería blanca y amarilla del Gran Hotel de La Toja, mientras Ernie y Lord Archibald debatían cualquier asunto, me di cuenta de las distancias emocionales entre Europa y América. Incluso con los ademanes lastrados por el peso de su aplomo aristocrático, aquel caballero inglés parecía un hombre cálido cuyo entusiasmo yo creo que perdía fuerza por culpa de sus frases tan largas. Era como si en el momento de mayor esfuerzo alguien como él solo fuese a sudar dos sorbos de cera. Pensé que tenía razón Ernie Loquasto la noche que tomando copas en el Savoy me dijo que los americanos serían un pueblo más sabio a partir del día en el que descubriesen el placer de romper la agenda, renunciasen a la prisa y comprendiesen sin amargura que un hombre no tiene por qué haber ido a sitios en los que ni siquiera haya estado alguna vez el horizonte. Aunque era apenas un muchacho cuando desembarcó en Ellis Island, conservó casi intacto su entusiasmo meridional por la vida, ese gusto tan italiano por la belleza inacabada de las cosas maravillosamente mal hechas. Una de aquellas tardes de tertulia en el Gran Hotel, Lord Milton Archibald comentó que la joven Lisabet Ashbury era el perfecto ejemplo del efecto beneficioso de los modales aristocráticos sobre la natural efusividad de una mujer en la que aún era visible el esplendor de la adolescencia, el mosto de la pubertad. Parecía que desde ese punto de vista, Lord Milton Archibald no era el amante de Lisabet Ashbury, sino su pedagogo, y que en el caso de que él falleciese, aquella muchacha sería parte de su legado cultural, algo tan propio de su identidad emocional como podría serlo la prótesis de cadera que le añadía a la sintaxis de sus pasos un plus de exquisita dignidad puntuada de vez en cuando por el repique ortográfico de su bastón de caoba hindú. Tenía razón Lord Archibald al referirse a Lisabet Ashbury con tanta delicadeza. Costaba imaginar a aquella muchacha abriéndose paso a codazos entre los matones del hampa en la perversa madrugada neoyorquina. Una de las veces que Lisabet Ashbury fue a retirar el correo en la recepción del hotel, Lord Archibald echó mano de su estilográfica y, con su letra llena de consonantes gruesas como legumbres, anotó en su agenda algo que aún recuerdo al cabo de tantos años: "Al caminar, la hélice de raso de la joven Lisabet Ashbury convierte el aire en aliento. Sus pisadas transcriben en voz baja el silencio. Resulta de una elegancia lenta y armoniosa, de ademanes aguados, casi una belleza submarina. Es como si esa muchacha tuviese en las plantas de los pies las palmas de las manos".

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