Las movilizaciones pueden hacer retroceder a los gobiernos que imponen restricciones sociales. Lo ha demostrado Portugal. Con el país en bancarrota, el gobierno conservador había impuesto, de acuerdo con las autoridades de Bruselas, unas severas medidas de austeridad para devolver el dinero concedido en el rescate ( 78.000 millones de euros) y poner las bases para la recuperación económica. A tal efecto, se bajó el sueldo a los funcionarios y se redujeron las pensiones mientras se otorgaban ayudas y beneficios fiscales a las empresas. La población parecía haber aceptado el sacrificio y el caso portugués fue puesto como ejemplo de fidelidad a las directrices de la troika comunitaria (Unión Europea, Fondo Monetario Internacional y Banco Central Europeo). Pero esas medidas no resolvieron nada. El paro continuó creciendo (15,7 %, un porcentaje nunca visto en un país donde se trabaja duramente y con modestos salarios), y la actividad económica entró en recesión. En esa circunstancia agobiante, al gobierno conservador no se le ocurrió mejor cosa que insistir en su fundamentalismo económico ultraliberal y resolvió dar una nueva vuelta de tuerca a las medidas de austeridad. Las cotizaciones de los trabajadores a la Seguridad Social pasaron del 11% a 18%, lo que suponía una disminución efectiva de salarios del 7%, y en contrapartida las de las empresas bajaron del 23, 75% al 18%. Pasado el primer momento de estupor, la reacción no se hizo esperar. Cientos de miles de personas se echaron a la calle para protestar, en una demostración de fuerza que no se conocía desde los tiempos de la Revolución de los Claveles, y el gobierno tuvo que retirar la propuesta que iba a entrar en vigor el 1 de enero próximo. Por lo que he podido leer en los periódicos, el grito más repetido entre los manifestantes fue "¡Al diablo con la troika!", una forma de expresar el desprecio hacia las decisiones de unos burócratas a los que nadie ha elegido democráticamente pero que se permiten imponer medidas que condicionan nuestras vidas desde unas lejanas y, a lo que parece, inaccesibles oficinas. Muy distintas de aquella de la Rúa de los Doradores en la que un lisboeta inmortal, Fernando Pessoa, debió de soportar las órdenes del patrón Vasques para ganar una modesta soldada que le permitiese seguir soñando. Los tiempos han cambiado. Antes se gritaba "¡Al diablo con el gobierno!", pero hoy somos conscientes de que el gobierno al que hemos votado para arreglar nuestros problemas en realidad no pinta nada y se limita a cumplir lo que le mandan otros desde fuera del país. "¡Al diablo con la troika!" sería una expresión de buen humor portugués, si no fuese un grito trágico contra el fraude de la representación parlamentaria. Ayer mismo, en Madrid, miles de personas ocuparon las inmediaciones del Congreso para gritar "¡No nos representan!". Para aumentar la confusión en los días precedentes, se especuló en los medios sobre la identidad de los convocantes de esa manifestación a los que unos atribuían una ideología de extrema izquierda y otros, de extrema derecha. El caso es que, el gobierno rodeó el Congreso de un impresionante dispositivo policial para prevenir un hipotético asalto. Crece la sensación de asedio entre la clase política.