El juez Aláez tiene buena prensa. Al instructor del accidente ferroviario de Angrois le llueven los elogios desde las columnas periodísticas y en las tertulias radiofónicas y televisivas por la forma en que está conduciendo la investigación judicial. Se pondera su rigor profesional y su buen criterio. Es motivo de encomio que se pusiera manos a la obra sin dilación, así como la forma en que fue llamando a declarar al conductor del tren, al revisor, a los policías y a algunos vecinos o que ahora recabe el testimonio de los responsables de Adif y de Renfe que tomaron las decisiones clave en materia de seguridad en el diseño, la ejecución y la puesta en servicio del tramo donde se registró el siniestro. Pero sobre todo se valora la discreción con que trabaja, lejos de cámaras y micrófonos, huyendo del protagonismo personal, se dice, a pesar del enorme interés informativo que el asunto suscita.

Es especialmente llamativo que no se formule crítica alguna a la filtración parcial de testimonios prestados en el juzgado compostelano. Aunque no se haya decretado secreto del sumario, al contenido de las diligencias solo deberían tener acceso las partes implicadas. Sin embargo alguna de las declaraciones del conductor del tren apareció "colgada" en la web de un periódico, sin que nadie se lo reproche al juez responsable de la instrucción, a diferencia de otros casos, en los que se considera injusto que se mediatice el procedimiento o directamente se genere un juicio paralelo que acaba condicionando el resultado de la vista oral.

Se tiende a presentar a Luis Aláez Legerén como el contratipo del juez mediático, que vendría a ser aquel que hace declaraciones, concede entrevistas, interviene en debates y no tiene inconveniente en dar su punto de vista como profesional de la magistratura sobre asuntos de interés general, sean o no de su incumbencia. Son los propios medios los que, sobredimensionando la importancia de su trabajo o espectacularizándolo, convierten a un magistrado en estrella, como sucedió en su día con Baltasar Garzón y, aquí en Galicia, con José Antonio Vázquez Taín. Ese estrellato se acaba pagando muy caro, tanto entre los colegas de profesión, por aquello de las envidias, como a nivel de calle, por la extrema facilidad con la que por estos pagos el ciudadano de a pie a convierte a un héroe en villano, de la noche a la mañana.

Solo un prejuicio sin fundamento explica la creencia de que instruye mejor el juez que rehúye el contacto con la Prensa que aquel otro que atiende a los informadores para ilustrarles, aportando los datos que la ciudadanía demanda sobre aspectos relevantes del proceso, siempre que no interfieran en su adecuado desarrollo. Es injusto atribuir afán de notoriedad a quien entiende que en cierto modo entra dentro de sus obligaciones evitar que circulen informaciones erróneas, casi siempre difundidas interesadamente, sobre lo que se cuece en el juzgado.

Resulta un tanto paradójico que los mismos que defienden la necesidad de la máxima transparencia en los distintos órdenes de la vida pública sean contrarios a que se conozcan las interioridades de la labor judicial, en especial en temas de la dimensión del descarrilamiento del tren Alvia cerca de Santiago, que le costó la vida a casi ochenta personas y conmocionó a todo un país. Nada debiera haber de malo en que quien lo considere interesante pueda estar al tanto de la marcha de un procedimiento y conformar su criterio en base a información de primera mano, ofrecida por el juez, sin filtros distorsionadores. Si a la Justicia se la representa con los ojos vendados, es porque convenimos en que no debe andarse con miramientos. Igual de deseable es que actúe siempre con luz y taquígrafos.