Me inspiro hoy en un pequeño reportaje aparecido en prensa hace unos días, que hace alusión a la industria del cultivo de la soja en Paraguay, de la mano de Laura Hurtado, a la que he tenido el gusto de conocer hace años. El trabajo es una parte de algo más extenso sobre ese país en el que, avatares del destino, hubo una posibilidad de que allí viviese una temporada, pero que finalmente no llegué a conocer. Lo que hoy les contaré, de todos modos, es algo trasladable a mil realidades diferentes. Pueden cambiar ustedes la palabra "soja" por casi cualquier producto agrícola de los que se explotan en monocultivo, y trasladarse de Paraguay a muchas otras realidades. El artículo de hoy trata de los intereses generados en torno a esas grandes plantaciones, que condicionan la vida en su entorno y los intereses y posibilidades de muchos millones de personas en el mundo.

Pero vaya antes un aviso a navegantes, que los tiempos están revueltos y hay profetas de casi todo, con lo que conviene separar el grano de la paja. Ya saben que la seña de identidad de esta columna nunca es el "no" por el "no". No se trata de oponerse a nada porque sí, y entiendo que el comercio y las transformaciones industriales -incluyendo la agroindustria- tienen la capacidad de cambiar la vida de las personas y mejorar sus condiciones de vida. Recuerden aquel grito de Nyerere, "Comercio, no ayuda", alegato verdaderamente orientado a abordar los males endémicos de su querida Tanzania. Pero cuando el modelo productivo y comercial no augura un futuro mejor, enquistándose en prácticas que llevan a la penuria, es cuando hay que sopesar las virtudes y defectos del mismo, poniendo el acento donde -honestamente- lo crea cada uno. Esto ocurre en Paraguay con la soja, en determinados lugares de América Latina con la palma aceitera y en África, por ejemplo, con el algodón o la piña. Todos son cultivos que ocupan extensísimas zonas, que se tratan con fertilizantes y plaguicidas muy específicos para ellos -que trascienden las parcelas concretas donde se aplican-, que producen una alta presión de rechazo sobre las economías comunitarias basadas en la diversificación de la producción y que, en general, no dejan demasiado valor relativo en tales áreas. Frente a ello, diferentes experiencias campesinas de agricultura diversa, orientada a la alimentación de la población local y con un grado de sostenibilidad social -por favorecer el intercambio y la adquisición de insumos básicos por parte de las familias- mucho mayor.

Se puede vivir sin soja en Paraguay, explican algunos agricultores como queriendo desafiar el progresivo avance, auspiciado desde intereses económicos concretos, de este cultivo. La historia nos explica que, en general, el monocultivo industrial no es una buena forma de mejorar la seguridad alimentaria de las poblaciones de las zonas afectadas, independientemente de que produzca importantes beneficios a sus promotores. La agricultura orientada a la alimentación local se revela como insustituible, al margen de otros experimentos y realidades que, en el mundo actual, tampoco se pueden soslayar. Seguramente hagan falta enormes plantaciones en diferentes segmentos de la agroindustria, vistas las ingentes necesidades alimentarias y energéticas de la población mundial. Pero ha de haber ciertos límites. Estos, desde mi punto de vista, son los que ponen en peligro a la población local y su alimentación, a la sostenibilidad ambiental y a un futuro que, de ninguna forma, puede estar diseñado únicamente desde el parqué de las sedes de los mercados mundiales de materias primas.