Los colapsos en los servicios de urgencias del sistema sanitario gallego no son de ahora. Hagamos memoria. Los hubo siempre, en momentos puntuales y desde hace muchos años. Con todos los gobiernos autonómicos, conservadores y progresistas, en épocas de vacas gordas o con severos recortes, cuando la gestión dependía del Insalud, o sea, de Madrid, y con la sanidad transferida al gobierno autonómico. Lo habitual es que ocurran en invierno, coincidiendo con los picos epidémicos de la gripe, y que afecten de forma simultánea a todas las áreas urbanas, aunque a unas -las de mayor concentración poblacional- más que a las otras. Sin embargo, alguna vez se registraron situaciones críticas fuera de la temporada invernal y en una ciudad concreta a causa de los ataques masivos de virus de distinto tipo.

Los expertos en medicina de urgencias y emergencias son los primeros en reconocer que la saturación es casi inevitable. Desde su experiencia advierten de que el problema no radica en los medios humanos y materiales de los que se dispone para atender a los enfermos que van llegando, sino en la insuficiencia de camas para la hospitalización de quienes la requieren, un imponderable que a su vez obedece a diferentes causas. Ahí es donde se produce el atasco, con masificación de pacientes en la zona de boxes y camas en los pasillos, los familiares desesperados. Un panorama desolador que tiene más que ver con el caos organizativo que con la desatención o con esperas excesivas.

Las autoridades sanitarias y los profesionales políticamente neutrales -que son la gran mayoría- coinciden en que se está transmitiendo a la opinión pública una imagen que no se corresponde con la auténtica realidad de un sistema público de salud que, aún seriamente mermado en sus efectivos a causa de los dichosos ajustes presupuestarios, incluso en circunstancias extremas como las de estos días, sigue garantizando a los usuarios una respuesta más que aceptable. No hay que olvidar que en urgencias confluyen enfermos graves con leves, creando aluviones humanos que desbordan la capacidad normal de los dispositivos que han de atenderlos. La clasificación es crucial para organizar y priorizar la atención. Y eso, al parecer, está funcionando bien, gracias sobre todo a la entrega y el buen criterio de quienes tienen encomendada la tarea.

Aunque en la práctica parezcan servir de poco, no están de más las campañas de sensibilización encaminadas a que no acudan a urgencias aquellos enfermos que puedan esperar a ser atendidos en sus centros de salud y en los ambulatorios. Del mismo modo, puede resultar contraproducente intentar saltarse el filtro de los PAC (puntos de atención continuada), que para algo están. Quizá sea necesario dotar a la población beneficiaria de los servicios sanitarios públicos de una especie de folleto o guía que, a modo de sencillo manual de instrucciones, les enseñe, por el bien de todos, a utilizar adecuadamente los recursos de que dispone.

Los gestores del Sergas, los actuales como los anteriores, no logran dar con la fórmula que permita organizar la disponibilidad de camas hospitalarias con criterios de flexibilidad, para adaptarse a cada coyuntura y a las necesidades que plantean los colapsos en las urgencias. Prefieren no reconocerlo abiertamente: la burocracia y la rigidez en las relaciones laborales entorpecen las respuestas rápidas en situaciones límite. La reiteración de imágenes en prensa y televisión de docenas pacientes hacinados, indignan o cabrean a todo el mundo, cargan de razón a quienes temen por el futuro de la sanidad pública y se convierten en munición para la refriega política. Pero tirios y troyanos harían bien en asumir que hasta hoy nadie dio con una fórmula racional y económicamente sostenible que, respetando a la vez los derechos de los enfermos y del personal sanitario, resuelva el problema de raíz. Y es que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos.