Su suerte está echada. José Manuel Fernández Alvariño no comerá el turrón como presidente de la Confederación de Empresarios de Galicia (CEG). Las patronales provinciales del norte y varias asociaciones sectoriales de peso, que se la tienen jurada desde el primer día, están decididas a provocar su caída en cuanto se les brinde la ocasión. La oportunidad puede estar al caer, si se convoca en el plazo previsto la anunciada asamblea general, en la que tendrían que aprobarse las polémicas cuentas de la entidad y otros asuntos pendientes desde hace muchos meses precisamente por las guerras internas.

El último intento, por el momento, de Fernández Alvariño para salvarse de la quema ha sido una propuesta de gobierno colegiado, que suena a una especie de "presidencia coral", al estilo de la que sugiere la CUP para la Generalitat de Catalunya. Los cuatro presidentes provinciales compartirían con él la capacidad de decisión y las responsabilidades ejecutivas de aquí a las nuevas elecciones internas, que sobre el papel no tocan hasta dentro de año y medio. Durante ese periodo se aplicaría un plan de viabilidad que se le encarga al secretario general, a fin de definir presupuestos, personas y cometidos en una nueva CEG, ajustada en tamaño y estructura a lo que la patronal galaica se puede permitir a día de hoy por los escasos recursos con que cuenta.

A pesar de las presiones que le llegan de todas partes, con varios frentes abiertos, con acusaciones de escándalos, de irregularidades en la gestión y de usurpación de funciones, Alvariño aguanta el tipo, en una posición numantina que nadie entre sus detractores creyó que podría soportar durante tanto tiempo. Y es precisamente la división entre sus oponentes (A Coruña por un lado, Lugo por el otro) la que le da oxígeno, en los momentos, como esta semana, en los que casi se ve asfixiado y le permite seguir en su puesto. Él se siente el legítimo presidente, con todo el derecho a ejercer como tal, mientras no sea derrotado o relevado en las urnas.

La CEG, cuya representatividad real del empresariado gallego es más que discutible, estuvo siempre asentada en un precario e inestable equilibrio territorial. Cada provincia tiende a funcionar con plena autonomía tanto de la organización gallega como de la nacional. Y cada presidente es un virrey. Otro tanto sucede con las grandes asociaciones sectoriales, cuya posición suele ser decisiva para elegir, y en su caso, como ahora, desautorizar, al máximo dirigente regional, de modo que debe contar con ellas al menos en las grandes decisiones estratégicas, si quiere conservar ese poder más representativo e institucional que efectivo o real.

La reputación social de la patronal gallega está en entredicho por la situación actual de bloqueo a su presidente, pero el verdadero deterioro de su imagen viene de lejos, de quince años. En el año 2000 se destapó un grave escándalo. Fue en la etapa del desaparecido Antonio Ramilo cuando era descubierto un agujero financiero de seis millones y pico de euros y serias irregularidades en la gestión de los dichosos cursos de formación. El asunto sigue vivo en el ámbito judicial. El anterior presidente, Antonio Fontenla, enemigo íntimo del actual, se atribuye, con razón, el mérito de reflotar la entidad y de haberle devuelto al menos una parte del prestigio que paradójicamente él mismo y los que le secundan están contribuyendo a menoscabar.