Es bien cierto que ha habido momentos en la Historia en que determinadas acciones militares libraron a la Humanidad del terror, del desastre y de la barbarie. No hace falta bucear mucho más en el tiempo que irnos a los años cuarenta del siglo pasado, y recordar el rotundo varapalo que la comunidad internacional se vio obligada a dar al Tercer Reich y sus iluminadas aspiraciones imperiales. Sí, la guerra ha sido un recurso necesario en contadas ocasiones, por mucho dolor y sufrimiento que haya provocado.

Pero un análisis un poquito más exhaustivo de la realidad, sin negar la aseveración contenida en el párrafo anterior, nos muestra que la mayoría de los conflictos bélicos, por más que a veces se haya contado esto de otra manera, no han servido para cortar de raíz aquello por lo que se gestaron. Más bien todo lo contrario... En ese sentido, por ejemplo, se están pronunciando diferentes asociaciones de veteranos de guerra que, noqueados por la sangre, el fuego y el horror con los que se dieron de bruces, afirman hoy que su esfuerzo y su sacrificio y el de muchas personas fue, tantas veces, baldío.

Si analizamos los conflictos armados de las últimas décadas, este carácter inútil general de los mismos se ve reforzado notablemente. Los últimos grandes escenarios bélicos, lejos de servir para arreglar algo, lo han empeorado. Aquellas "armas de destrucción masiva" buscadas con ahínco por Blair, Bush y Aznar, que se suponía atesoraba Iraq y que constituyeron la cinematográfica excusa para una guerra ilegal en tal país, junto con el hecho no menos carnavalesco de querer liberar a su "ciudadanía oprimida", nunca aparecieron. Y lo que quedó, una vez defenestrado Sadam Husein, fue un país absolutamente roto, con ciudadanos que sufren todavía hoy en primera persona las consecuencias de todo ello, y un verdadero avispero para la Humanidad, según reconoce el mismísimo Presidente Obama estos mismos días. Lo mismo ocurrió -suma y sigue- con aquel Afganistán de los talibanes, cuyas claves hay que buscar en la antigua guerra fría y en las enormes inversiones armamentísticas de la extinta Unión Soviética y los Estados Unidos, que en su día armaron hasta los dientes a grupos locales y que, fruto de la reciente campaña de Occidente, es hoy -más que nunca- una jungla peligrosa.

Con todo, sin negar que el hecho militar desempeña un papel y que la guerra, como último recurso, a veces es liberadora, la experiencia es que esta ha de ser siempre una opción final, agotadas todas las otras posibilidades, y siendo siempre sabedores de que su coste en vidas, sufrimiento, recursos y dignidad humana es gigantesco. Cada vez que se libra una guerra la Humanidad fracasa un poco más, y así como a veces hay que proceder a la amputación de una extremidad del paciente para evitar un mal mayor, solo debería ser planteada la acción bélica cuando, como en el caso de la guerra contra Hitler y su demoníaca fantasía, el monstruo a batir tiene un enorme poderío y no atiende a ningún otro tipo de razones.

Hoy, sinceramente, creo que la ofensiva contra los estamentos terroristas que desafían al mundo, y que están afincados en países como Siria, Afganistán o Iraq, ha de ser bien diferente. Su potencia, por grande que nos parezca, es ínfima si la comparamos con la de los países que le plantan cara. Y la capacidad que aún tenemos de combatir esta lacra terrorista con elementos como un embargo económico serio, un embargo real de armas y un aislamiento internacional mucho más profundo, es grande. Creo que plantear una guerra indiscriminada a base de bombardeos que se revelan como muy poco selectivos, y que hacen un gran daño a una población civil ya diezmada por los mismos que atentaron en París o en Madrid, es precipitado, ilegal y poco conveniente. Hay otras vías, suficientemente contundentes, todavía inéditas y yo creo que, en este momento, incluso más efectivas.

La industria de la guerra, sin embargo, ha movido ya sus fichas, así como los resortes de su poderoso cabildeo. Y algunos departamentos de Defensa, que por sus manifestaciones y trayectoria podrían ser mejor tildados como de la guerra, han lanzado su órdago. Las acciones de las compañías privadas en ese juego se han disparado, y dicen los mentideros económicos que, en solo siete días, la industria de la guerra ha ganado dieciséis mil millones de euros. Y eso es un magro aperitivo comparado con lo que, tal y como van las cosas, ganará en las próximas semanas y meses en un mundo histérico, blindado y dispuesto a vaciar el cargador sobre lo primero que se mueva.

Sentidiño, que dicen los mayores. El ojo por ojo y el diente por diente nos dejará a todos ciegos y, como se dice en galego, fanados. Pero lo peor es que, como ha sucedido en las últimas ocasiones en que se escucharon tambores de guerra, ni se arreglarán los problemas reales ni el monstruo quedará definitivamente liquidado. Todo lo contrario: se alimentará más odio, se generarán nuevos mártires y excusas para matar y, de paso, la antedicha industria de la guerra ganará más y más. Mientras, el pánico se apoderará un poquito más de quien sólo aspire a vivir en paz. ¿Ese es el mundo que queremos? Yo, francamente, no. Aunque me lo pinten de colores y envuelvan en celofán...