Saben ustedes que no soporto la injusticia. Y, que en tal lógica, nos hemos ocupado aquí de multitud de temas que cercenan los derechos individuales y colectivos, muchas veces por intereses de terceros, por inacción, indolencia o, a veces, por las ganas de hacer daño. Creo que es bueno esgrimir argumentos para tratar de que nuestra sociedad sea cada día un poquito más consciente de lo importante que son la justicia y la equidad. A partir de ahí, de tal listón común y mínimo de derechos y oportunidades garantizados, soy de los que creen en la iniciativa particular y en el libre albedrío de cada cuál. Para mí todo lo contenido en este párrafo es el mejor camino para la excelencia, individual y colectiva.

Vivimos en un entorno donde las grandes injusticias, aunque las hay, no están presentes de forma tan masiva y lacerante como en otros contextos. Aquí nadie se muere de hambre, se diga lo que se diga, y sé a qué me refiero. Aquí no patrullan paramilitares armados hasta los dientes que asesinen por doquier, según su antojo. Aquí, por suerte y por un ordenamiento jurídico sólido, la violación no es un arma de guerra que condene al miedo perpetuo a las mujeres. Así, en un amplio suma y sigue que me lleva a afirmar lo dicho: no vivimos en el peor lugar del planeta, ni mucho menos. Tenemos una cierta dosis de tranquilidad, otra de seguridad, y nuestras vidas se desarrollan en niveles razonables de paz y de concordia, por muchos problemas operativos que pueda haber. Y me felicito y les felicito por ello.

Sin embargo, hay algunos ámbitos sembrados de injusticias, de finales abruptos impuestos por otros y de abusos continuados a pesar de las advertencias y unos límites bien claros para cada uno de los individuos. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a la carretera. Un lugar donde muchas personas cumplimos a rajatabla los estándares, las normas y la más elemental lógica. Pero donde unos cuantos -bastantes- incautos sin mucho mayor sentido, nos ponen a todos en peligro y, a veces, nos llevan irreversiblemente por delante.

Hace unos días acaecía en la ciudad un trágico accidente, con personas fallecidas y vidas truncadas. La investigación terminará de concretar qué pasó, pero por lo que he leído todo apunta a un semáforo que no se respetó y a la presencia de sustancias prohibidas en la conducción en el organismo del causante del accidente. Gravísimo. Igual que el caso juzgado estos días, y que derivó en grandes problemas para un hombre que llevaba a su abuela al médico a Lugo, y al que un conductor que dio no positivo sino positivísimo en alcoholemia, se llevó por delante. Un rosario de penalidades que siempre suman carretera, alcohol y sustancias estupefacientes. Eso e irresponsabilidad. Toneladas de irresponsabilidad ante las que yo entiendo que la sociedad no puede continuar silente.

La carretera es para los justos. Y las justas, claro. Todo lo que se aparte de tal lógica, debería ser excluido de ella. La carretera no es para jugar, ni para atentar contra la vida de los demás. Todos estamos pagando -nunca mejor dicho, ya que la infraestructura sale de nuestros bolsillos- la instalación de todo tipo de dispositivos para frenar la estúpida veleidad de correr y hasta delinquir de unos cuantos. Si todos nos comportásemos como toca, no harían falta radares ni patrullas vigilando la velocidad de los coches. Un buen conductor, por definición, cumple consigo y con los demás, se adapta a la velocidad apropiada y su forma de conducir trata de, por encima de todo, no poner en peligro a los demás.

Pero ya ven lo que pasa. La carretera está plagada de injusticias. De vidas rotas. Y no se toman las medidas verdaderamente apropiadas para cambiar el paradigma. Me refiero a medidas mucho más contundentes en el caso de personas que saltan los límites y las normas de forma flagrante y exagerada. Y, también a sistemas de control mucho más eficientes y definitivos. ¿Sabían ustedes que los propios vehículos podrían portar una tecnología ya testada, que haría las veces de un control continuo de velocidad media de tramo? ¿Y qué me dicen de los limitadores de inyección y otros sistemas análogos, para evitar que nadie pueda circular a velocidades absolutamente incompatibles con la seguridad al volante? Aquí hay mucho camino por recorrer...

Hay que progresar en sistemas de control, sí, pero sobre todo en educación y en el cambio del modelo que les transmitimos a las generaciones futuras. La velocidad y el riesgo, fuera de circuitos cerrados para otro tipo de actividades, no son ni modernos ni masculinos. Y déjenme que reitere lo de masculinos porque la mayoría de los individuos con exceso de velocidad son hombres, y me remito a las estadísticas. Como digo, tales comportamientos son casposos y nos llevan a la miseria y a la tragedia. Eso hemos de labrarlo a fuego en la lógica de cualquiera que aspire a coger el volante. Porque si no, con esta cultura ligera de personajes vaporosos al volante de berlinas veloces promovida por los publicistas y los fabricantes de automóviles -cuanto más importante y más guapo, más veloz- terminaremos todos esnafrados en cualquier esquina. Produciendo el accidente o, lo peor, siendo arrollados por tales individuos que parece que los buscan...

Tengan cuidado, por favor. Un móvil a las velocidades a las que viajamos hoy recorre bastantes metros, ante una frenada de emergencia, antes de quedarse completamente parado. Y son múltiples las situaciones en las que se puede perder el control del mismo. Muchas de ellas, además, no dependen de nosotros. Es por eso que, por mucho que pensemos que no es así, nunca podemos estar seguros aún poniendo los cinco sentidos en ello. Imagínense en qué se queda esto con una ingesta de alcohol al volante. O conduciendo bajo los efectos de cualquier porquería de esas que algunos asocian con la felicidad. Tengan cuidado. Se lo pido por ustedes y por mí también, que me cruzo en muchos semáforos con todos ustedes, y que aspiro a que respeten su código de colores y no porten una sola gota de alcohol en su sangre.