Es difícil abordar hoy algunos temas, en contexto de una nueva cita electoral y con la sociedad muy polarizada en una buena parte de los temas que pueden tener alguna lectura política, sin caer en posturas meramente identitarias y poco reflexivas, muy propias de cada uno de los bandos que están generando algunas dinámicas. Así las cosas, hoy corren ríos de tinta, a favor y en contra, sobre el asunto de la prohibición por parte de la Delegación del Gobierno en Madrid -y posterior revocación judicial de la misma- de la entrada al estadio con banderas esteladas, signo del independentismo catalán, en la final de la Copa de mañana en el Vicente Calderón. Trataré de abordar el tema en estas líneas con suma delicadeza, con ánimo de construir y de aportar elementos en los que basar una u otra opinión sobre el particular. El caso es que prohibir siempre es complicado. Es complejo, y tampoco tiene demasiada base legal, como se ha visto en la decisión de la Justicia de la tarde ayer. La Ley del Deporte no es todo lo clara que se está suponiendo -desde mi humilde punto de vista- con tal prohibición, y tampoco la expresión de un deseo significa conculcar nada. Yo, que entendería que las fuerzas del orden plantasen cara a quien organizase tumultos, quemase banderas o montase un cirio en el estadio, a donde se va para ver fútbol y no para reventar una jornada que debe ser tranquila, tampoco puedo justificar que a ciudadanos particulares, con sus ideas, sus pensamientos, su lógica y sus deseos de todo tipo, incluido el ámbito político, se le cercene esa libertad.

Porque prohibir es algo muy duro, muy potente, muy definitivo y muy límite. Algo que sólo debería hacerse cuando no quede más remedio. En el pasado ha habido libros prohibidos, cine prohibido y muchos más elementos culturales, sociales y políticos prohibidos. Creo que esa etapa, desde la divergencia de ideas y desde una sana pluralidad, la hemos superado hace tiempo. Y creo que es compatible que una persona porte un determinado símbolo -la bandera pirata, arco iris, la española con el toro, la republicana o cualquier otra- con que presente un comportamiento ejemplar y un civismo intachable. Otra cosa sería, claro está, que se organizase un tumulto, incluso que se profiriesen insultos -nunca me han gustado, pese a que tengo la cruz de vivir en un país donde se habla mal y hay muchos insultadores- contra cualquiera de los presentes. Pero el hecho de portar una bandera me parece muy poco sustanciado para tan tajante prohibición.

En cambio, fíjense ustedes, con la prohibición se alimenta el círculo del descontento en Cataluña. Y eso sí que es un problema en términos de futuro. No cabe duda de que, ante una inquietud, un problema, una lógica diferente o un descontento de una parte significativa de la población, no vale la pena esconder la cabeza, mirar para otro lado y decir que eso, simplemente, no existe. Se puede solucionar el hoy, claro, pero se agrava la herencia del mañana. Y para mí, que pienso sinceramente que sería una pena y la pérdida de una oportunidad el hecho de que Cataluña se desgajase del conjunto nacional, también creo que la ciudadanía tiene derecho a expresarse como quiera y a diseñar su propio futuro, sea el que sea, si se produce una mayoría suficiente y cualificada para ello. Es por eso que estoy convencido de que el camino de la prohibición, a la larga, pasará factura a la convivencia. Aunque la justicia la haya enmendado.

Se nos quiere hacer ver que la medida es una decisión técnica, dimanada de la policía y sus técnicos. Yo, personalmente, no me lo creo. Ningún mando policial o técnico de la Subdelegación o Delegación del Gobierno toma una decisión de tal tipo sin que pase por la mesa de su superior político. Lógicamente, tales mandos tendrán su propio criterio y aconsejarán en uno u otro sentido. Asesorarán pero, finalmente, el órgano decisorio es otro y es político. Y yo creo que, dándole demasiado pábulo a la aparición de esteladas en el estadio, se le da cancha a un sentimiento de insatisfacción que existe y que, así, se retroalimenta. La medida restrictiva sobre las banderas, cuando menos, roza los límites de la libertad de expresión. A los técnicos en la materia, los jueces, les ha correspondido pronunciarse sobre ello. Y ya ven el resultado: prohibición suspendida.

Con todo, creo que lo importante es resolver los problemas, no crearlos. ¿Qué haría yo ante un partido de máximo riesgo? Pues no prohibir tales banderas. Eso sí, si alguien pasa de exhibir cualquier tipo de bandera -una realidad que está ahí y que no hace daño a nadie- a organizar altercados, tendría suficientemente previsto cómo abordar esto con garantías y recursos, desde el punto de vista de la seguridad colectiva y de las responsabilidades individuales. Pero eso ya es otra cosa, y no una medida supuestamente preventiva que, desde mi punto de vista, no haría sino complicar más las cosas.

Lo que está claro es que, con todo lo que ha ocurrido, este partido de fútbol se ha convertido en, a estas alturas, mucho más que eso. Un nuevo elemento de confrontación en un escenario ya de por sí complejo. Un problema creado donde, sinceramente, creo que se le podía haber sacado hierro a un asunto en principio intrascendente. Y un traspiés no baladí del Gobierno y la Administración, en contra del criterio de una parte del partido que sustenta al primero. Fallo que, como ven, ha tenido que ser corregido y desautorizado por la Justicia.