Andan las cosas de la educación bastante revueltas estos días, en relación con la implantación de algunos de los elementos previstos en la polémica Lomce y, en particular, de las pruebas comúnmente denominadas reválidas. Después de haberme parado a leer bastante sobre las muy diferentes posiciones en torno a este tema, algunas de ellas muy distantes y casi irreconciliables, déjenme que les dé mi propia opinión. Y, a partir de ahí, seguimos hablando.

Lo cierto es que estamos en un país donde parece que, cada vez que un Gobierno de diferente signo gana elecciones, haya que cambiar todo el paradigma educativo. Vamos a ley de educación por Gobierno, casi, y eso no puede ser bueno. Yo creo que este, claramente, es uno de esos grandes temas donde el consenso tendría que ser obligatorio. Se trata de que, así, haya una suficiente base común consensuada para, gobierne quien gobierne en un horizonte a largo plazo, no andar tocando tan a menudo los recursos y planteamientos que rigen y desarrollan la educación de los más jóvenes.

Un consenso, por cierto, que entiendo ha de ser, sobre todo, técnico. Con esto quiero decir que la escuela, que se ve inmersa como nadie en el rápido cambio que está afrontando la sociedad en las últimas décadas, ha de ir modificando sus pilares en torno a un amplio nivel de acuerdo entre las partes técnicas implicadas. Al fin y al cabo, las generaciones futuras van a ser, en gran medida, influenciadas por el currículo con el que la escuela les dote, lo cual va a incidir también en cómo será la sociedad del mañana. Y eso no se puede decidir desde las veleidades o los intereses, o a veces la "idea feliz", de la política. Ha de ser un planteamiento sólido y fruto de una reflexión colectiva y compleja, en manos de estamentos técnicos y plurales.

La escuela pública, en particular, sufre hoy muchos de los grandes problemas comunes a la Administración Pública. Y, además, presenta sus propias características, retos y dificultades específicas. Pero lo cierto es que lo que debería ser la búsqueda de la excelencia se ve lastimado por un nivel de evaluación del desempeño del profesorado prácticamente nulo, y donde las ganas y el recorrido de cada cual quedan al albur de su propia motivación y profesionalidad. En la escuela pública y concertada hay hoy muchos grandes profesionales, enormes, que mueven montañas de motivación, creatividad, proyección e influencia positiva sobre los alumnos y su aprendizaje. Pero también conviven con ellos otros individuos, adocenados, desmotivados y mucho menos orientados a la tarea y a resultados, que condicionan las posibilidades reales de éxito de sus pupilos. Y ni a unos se les reconoce su trabajo ni a los otros se les exigen cambios. Creo que, si hay un entorno donde la evaluación del desempeño es crítica, perentoria, indispensable y factor clave de éxito en el puesto de trabajo, este es el de la educación. No vale todo.

Así las cosas, la evaluación del alumnado fuera de los criterios, métodos, recursos y visiones del aula y sus profesores también ha de ser planteada como un elemento positivo y de refuerzo del trabajo en el aula. El sistema educativo ha de proveer de unos mínimos a los futuros profesionales y, sin dramatizar y sin ánimo de provocar sufrimiento, discriminación o de abundar en otros errores del pasado, yo sí creo que hay que dar un mínimo para abordar tal o cual itinerario profesional. Lo contrario es saturar el mercado de titulados cuyo bagaje real es poco compatible con la excelencia que deberíamos buscar en los mismos. Y, como no, banalizar el hecho de la educación y el conocimiento, fenómeno del que en nuestro país, tristemente, sabemos bastante.

Es por eso que a mí me parece positivo el hecho de la evaluación periódica común desde fuera de la propia escuela. Habría que consensuar entonces cuáles son las competencias más críticas en las que basar la medición de lo aprendido, así como afinar más en qué pedimos a cada edad y por qué. Evaluar se puede hacer de muchas maneras, y unas serán más adecuadas y otras menos. Pero en la esencia sí, creo que es importante conocer y, además, ser capaz de volcar tal conocimiento en un instrumento estándar que proporcione una medida del funcionamiento del sistema. La reválida, si se hace bien, puede ser una buena medida tanto de la cantidad y calidad de lo aprendido individualmente como, más en términos estadísticos, de evaluación del propio sistema, sus actores y los métodos de aprendizaje. De ahí su interés.

En todo caso, creo que hoy se evidencia como nunca la necesidad de tal antedicho planteamiento técnico y consensuado, plural, respetado y con vocación de futuro, mucho más allá del poder de los corrillos de la política o de lo que digan determinados grupos de interés. Nos jugamos el futuro individual y, además, el colectivo de nuestra sociedad.