La vida es frágil, sumamente frágil, aunque muchas veces no nos demos cuenta de ello en lo cotidiano, en el día a día. Tiene que suceder a veces un hecho profundamente luctuoso y dañino para que, de forma colectiva, sintamos la bofetada del presente, recordándonos que nuestras certezas pueden convertirse en cenizas solo con la concatenación de determinados hechos probables. Por ejemplo, que tú te vayas de vacaciones o residas en una idílica parte de Italia, en los Apeninos, rica en patrimonio histórico y en paisaje, y que allí suceda un terremoto de consecuencias letales.

La vida es frágil, sí, y las fuerzas de la Naturaleza no entienden de los caprichos o las querencias de la especie humana, una más a pesar de todo, en un eterno equilibrio de creación y destrucción de los seres vivos, de cambios importantes en la dinámica del aire y del agua, del hielo o, como en el caso de los movimientos sísmicos, de la geotectónica de placas.

Nosotros, que vivimos encima de la corteza terrestre sintiéndola como algo verdaderamente sólido e inmanente, no somos siempre conscientes de que, en realidad, estos casquetes emergidos son parte de grandes placas que tienen su dinámica propia, sus tensiones y sus evoluciones. Sé que todos lo sabemos, pero en el día a día -hasta que pasa- tal conocimiento parece formar parte de otra capa de la realidad. Sin embargo, es fácil entender y tener presente que esta eterna tracción, compresión, subducción y, a la postre, palanqueo entre gigantes macroestructuras con un cierto grado de rigidez, provocan muchas veces movimientos incontrolados que, a nuestra escala, hacen saltar por los aires formas de vida y de hábitat, liberándose enormes cantidades de energía. Y con unas consecuencias, medidas en vidas humanas, suelen ser terribles.

Escribo este artículo, obviamente, a partir del terremoto de estos días en Amatrice y Accumoli, entre otras localidades. En el momento de escribir estas líneas se habla ya de más de doscientas setenta personas fallecidas. Y, desgraciadamente, aún habrá un suma y sigue. El terremoto, secuela del habido hace nueve años en L'Aquila, y que a mí me pilló por la zona de Napoli, no será el último en una tierra verdaderamente caliente en cuestión sísmica, donde en este momento las réplicas se cuentan por cientos, algunas de magnitud considerable.

Las críticas han salpicado ya al gobierno de Matteo Renzi, preguntándose una parte de la sociedad italiana por qué no se han mejorado los estándares de construcción antisísmica -después de la experiencia de L'Aquila y la también cuestionada respuesta del gobierno Berlusconi- en una zona donde es tan probable que la tierra tiemble. Sin embargo, yo creo que tal cuestionamiento no entra a la raíz del problema. Y es que, independientemente de un mejor o peor tratamiento de la cuestión desde instancias oficiales, realmente, ¿por qué se siguen habitando ciertas zonas terriblemente expuestas al zarandeo de la Naturaleza? Muchas veces se critica a quien está en el poder pero... ¿como humanos estamos abocados a tropezar, una vez tras otra en una cadena infinita, contra lo telúrico y sus manifestaciones violentas? Me temo que sí...

Pienso todo esto volviendo a evocar la maravillosa bahía de Napoli, toda ella sobre un gigantesco volcán con evidente actividad y que, en términos geológicos de edad, estallará en breve. Los Campos Flégreos, así se llama, son un elemento de riesgo para muchos cientos de miles de personas que viven cada día sobre ese hervidero de magma. ¿Y? Ya llegará... Pero el día que llegue, el resultado puede ser verdaderamente catastrófico.

Es por eso que, insisto, entiendo que la actitud de la especie humana ante estos grandes retos -también ante el evidente calentamiento global, por ejemplo- está siendo, fundamentalmente, no hacer nada. Y, cuando venga, apandar. Se puede mejorar la construcción aquí o allá, con actuaciones que puedan suavizar las consecuencias ante adversidades concretas -como se hace en Japón con éxito-, pero se sigue retando a la muerte con enormes conurbaciones en zonas de grandes fallas y actividad sísmica y volcánica. Y, si no, que se lo pregunten a los ciudadanos de Los Ángeles, California...

Termino con un homenaje, que no puede ser otro que a las víctimas, todavía no sumadas en su totalidad, de esta tragedia. Y, a modo de icono, a esa pareja encontrada abrazada a sus pequeños hijos, por los que nada se pudo hacer. Su gesto enternecedor, después de que les diera tiempo a acercarse, intentando proteger a los pequeños con sus cuerpos y su calor, queda para mí como expresión de lo mejor que tenemos, que no es otra cosa que el amor y la capacidad de las personas de cuidar y querer. Desgraciadamente, ellos ya no estarán para contarlo. Ellos y muchos otros. Es la vida, que es así... Pero independientemente de este triste episodio, muchos ciudadanos y ciudadanas de, por ejemplo, Italia siguen y seguirán viviendo sobre un polvorín...