Los elefantes existen, es una realidad. Cada vez hay menos, debido a la caza de ellos en los pocos lugares donde aún viven. Y, muy especialmente, debido a la modalidad furtiva de la misma, que no se atiene a ninguna planificación, norma o convención. Los elefantes existen, sí. Pero no sé por cuánto tiempo...

En este último artículo del verano de 2016, sin embargo, me voy a referir a los elefantes en su sentido más metafórico. Hablaré de personas. Y, más concretamente, y tratando de hilvanar una suerte de definición más o menos exacta, de aquellas personas que después de prestar un servicio en la política activa de sus respectivos países, y teniendo ya una cierta edad y recorrido, se les manda con categoría de embajador o parecida a determinados destinos dorados, casi exclusivamente representativos y extraordinariamente bien remunerados, incluyendo aquí prebendas y beneficios sociales verdaderamente interesantes. A altas representaciones, por ejemplo, en las Naciones Unidas. Un verdadero cementerio de elefantes...

Y es que, amigos lectores y lectoras, estos elefantes también existen, y terminan sus fulgurantes carreras en sitios como ese. ¿Y saben por qué? Porque elefantes son aquellos que están, pero de los que no se espera ya nada cuando llegan a un cementerio. Y eso es lo que, una vez más, se está evidenciando en el marco de la LXXI Asamblea de Naciones Unidas, que se celebra estos días en Nueva York, donde viven estos otros elefantes no cuadrúpedos, y que estos días están acompañados también de sus jefes de estado y de gobierno. 193 estados que, en el marco de la primera Cumbre exclusiva sobre refugiados, celebrada este lunes de forma previa, han aprobado por unanimidad un documento que no dice absolutamente nada y que, además, no es vinculante. Se llama la Declaración de Nueva York. Y es, se lo digo yo, papel mojado.

Pues ya ven. Poco se está cociendo dentro del extraordinariamente blindado escenario de Nueva York donde, aparte de boato y poco más, hay sólo humo. Humo bonito, eso sí, vestido por los diseñadores más cotizados del planeta. Pero nada que pueda resultar mínimamente operativo, lo cual tiene especial gravedad estando sobre la mesa temas de tanta urgencia e importancia como la crisis en Siria. Y eso da mucha pena. Porque, ante ello, no habría que planificar boato y buenas palabras. Habría que ser operativos. Muy operativos y de forma muy rápida, hace ya mucho tiempo.

De las palabras de Ban Ki-moon, Secretario General para el que esta Cumbre es una despedida de la Asamblea, ya que cesa el próximo 31 de diciembre en su puesto, se puede recoger mucha amargura. Tristeza motivada, precisamente, por la falta de operatividad de una institución oxidada, cuyos goznes se resienten por la falta de compromiso de los estados con ese instrumento de cooperación y actuación global, por una parte, y por la hipocresía de naciones y personas concretas, que van a la Asamblea General a pontificar sobre la paz pero que, de una forma o de otra, por acción, por omisión o por intereses concretitos y terriblemente claros, siguen jugando al juego de la guerra en lugares ya diezmados y masacrados, como Siria. Una realidad a la que Ban Ki-moon ha aludido y ante la que le ha faltado sólo decir los nombres y apellidos de los que están claramente manchados de sangre... Ha dicho "en esta sala, hay representantes de gobiernos que han ignorado, facilitado, financiado, participado o incluso planeado y ejecutado atrocidades infligidas por todas las partes del conflicto sirio contra civiles" (sic). Coraje no le ha faltado. Pero... no llega.

En tal tesitura, los elefantes se tomarán los discursos que abogan por otros modos y otras realidades igual que si fuesen un polvorón incómodo de tragar. Acompañándolos de sorbitos de té, sin dejar de exhibir una amplia sonrisa. Al fin y al cabo, viven inmersos en la cultura del envoltorio, y nada ni nadie les va a afectar en su cómodo y dorado retiro, a costa del sufrimiento humano. Recibirán una palmada en la espalda de sus jefes de estado y de gobierno por su extremo sacrificio viviendo a cuerpo de rey en la gran manzana, y punto. Ya está.

La Asamblea de las Naciones Unidas seguirá siempre, así, siendo un lugar vacuo, donde discursos escritos por otros serán pronunciados con convicción, pero sin ningún sentido. Y donde los vetos denunciados expresamente por Ki-moon, las posiciones estratégicas, los intereses de unos y de otros y esas cosas de la política y de los políticos -auténticos estrategas hoy, y no servidores- estarán por encima de las vidas humanas, cuya sangría continúa y continuará, en el escenario más crudo en materia de movimientos humanos forzados por la guerra y el terror desde la Segunda Guerra Mundial. Total, qué más da.

Los elefantes existen, y a algún lugar tienen que ir. Y yo no estoy en contra de ellos. La pena es que se sientan en lo que deberían ser los puestos más operativos, comprometidos, difíciles y con capacidad para dinamizar algo en un mundo donde es difícil orientar la tarea a la lógica común. Pero que no son así. Allí, en tales pagos, lo que prima es el oropel, el cóctel y el salto más enorme posible entre una orientación a resultados absolutamente necesaria, y una cruda realidad que mora en las antípodas... Bueno, tampoco sé por qué me escandalizo por ello. En clave patria, esto ya sabemos muy a menudo de qué va.