Estos días me ha coincidido leer o ver, de la mano de diferentes medios de comunicación, denuncias sobre falsos o engañosos etiquetados en distintos productos alimentarios. Algo que forma parte de una cierta cultura del fraude, que se extiende mucho más allá de las cosas de comer, y que afecta también a sectores como el textil o el industrial, u otros. Mercadurías de las que se dice son una cosa cuando, en realidad, se trata de un producto diferente. Y, siempre, de peor calidad.

El pan o la carne, por seguir algunos de los ejemplos más en el candelero hoy, son un buen indicador de qué está pasando en nuestra sociedad. En un esquema que prima más el envoltorio -nunca mejor dicho- que el contenido, hay quien afirma rotundamente que vende un pan integral, cuando su producto no resiste el más mínimo análisis al respecto. Ciertas carnes muy apreciadas, como el buey, van por la misma senda. Si todo lo que se dice que es buey lo fuese, la cabaña ganadera de este tipo de animal, bien caracterizado y diferenciado de sus sustitutivos desde el punto de vista legal, sería enormemente superior a la real. Algo que también sucede con los pescados, en una realidad en la que acabamos comiendo panga, fletán u otros sucedáneos de menor valor en vez del rape o la merluza que pagamos, por poner un ejemplo. Y así en un eterno suma y sigue, que confunde absolutamente la publicidad con la realidad, y que da lógica de veracidad a lo que no son más que mantras cacareados hasta la extenuación y vociferados por mensajeros de pago.

Y es que nuestra sociedad es paradójica. Mucho. Lo digo porque esta es la era, sin duda, donde la información está más disponible. Y en la que, sin embargo, ahogados por dicha información y la desinformación circundante, corremos también el riesgo de estar un poco más perdidos. Y es que sí, el envoltorio embelesa y su exquisita preparación a veces desenfoca la realidad, haciendo que nos fijemos más en la forma que en el fondo, y en los colores llamativos de su caparazón que en la letra pequeña que nos da de bruces con lo que no tiene más vuelta de hoja.

Esto también ocurre en lo académico, y en lo profesional. Hay quien dice una palabreja, generalmente en inglés, para ocultar la escasez práctica y teórica en un currículum que busca vender, antes que constatar una praxis sólida. Y hay quien ofrece o compra formación supuestamente superior que no es más que un cursillo con un nombre lo más rimbombante posible.

Sí, vivimos profundamente imbuidos en la cultura del envoltorio. En un marco donde la esencia queda supeditada muchas veces a la parafernalia que se despliega para mostrarla, tantas veces con pocos escrúpulos, o donde la fuerza del prescriptor social que nos cuenta algo -siempre a cambio de un importante caché- se impone frente a la evidencia desnuda del nivel real de interés del bien o servicio que nos propone. Tratan así de colocarnos caldos o preparados de fideos a base de química, porque lo dice Zutanito, cuando es mucho más fácil, barato y saludable cocer nuestras propias verduras. O de que vayamos a comer fórmulas cárnicas de dudosa procedencia y calidad nutricional, revistiéndolas de una experiencia de cliente verdaderamente mágica... O, ya en otra categoría de producto, incorporan música pegadiza, chica -¿machismo?-, sonrisas por doquier y locura infinita, cuando la realidad es que quieren colocarnos un coche que, por cierto, a pesar de su precio ni es el más fiable ni el de mejor rendimiento... Pero claro, el envoltorio también hay que pagarlo, y a sus gurús aún más.

Cultura del envoltorio para una sociedad en la que, y todos estamos incluidos, el papanatismo inherente a la introducción de la emoción en el consumo hace estragos... Y en la que, fruto de ello, terminan dándonos, muchas más veces de las que pensamos, gato por liebre. Un ámbito en el que tenemos que mejorar y ganar solidez como grupo humano que aporta y exige veracidad y transparencia en sus intercambios. Y es que si no...