No conocí a Miguel Ángel Blanco Garrido. O, por lo menos, esa es mi impresión. Ya saben que uno nunca está seguro de eso, porque la vida consiste en coincidir con personas en mil y un lugares y situaciones, sin saber siquiera el nombre de muchas de ellas. Pero, hasta donde me consta, ni fuimos presentados ni compartimos momentos en común. De hecho, tampoco soy consciente de haber estado en Ermua, pueblo en el que él era concejal, antes de que alguien cometiese la vileza de asesinarle a sangre fría. No. A pesar de sus raíces y familia gallega, y de que teníamos la misma edad, seguramente nunca estuvimos el uno delante del otro.

Sin embargo, hace ahora veinte años él irrumpió en mi vida de forma brusca. Como en la de ustedes. Y no por su gusto, claro está. Efectivamente, Miguel Ángel fue la víctima en una historia que nunca debió haber sucedido. Porque alguien, en su delirio ideológico, dio el fatal salto cualitativo de creerse hacedor supremo del bien y del mal. Y, para ese alguien, lo de Miguel Ángel era el mal. Y procedió en consecuencia.

Dicen muchos de los estudiosos de la cuestión de ETA que, con la muerte de Miguel Ángel Blanco, precedida por el duro cautiverio y posterior liberación del funcionario Ortega Lara, se produjo un punto de inflexión en la consideración de la organización terrorista en muchos sectores de la sociedad en Euskadi. Puede ser. Lo que está claro es que, además, el asesinato de aquel chaval supuso la indignación de España entera. De ciudadanos de derechas y de ciudadanos de izquierdas. De los nacionalistas y de los no nacionalistas. Lo que se llamó el "Espíritu de Ermua", que después las diferentes opciones políticas trataron de arrimar a su sardina, fue fruto del clamor y de la indignación popular. Porque nunca, jamás, bajo ningún concepto, se puede martirizar, vapulear o matar a alguien en nombre de una pretendida libertad. Porque la ideología o el concepto abstracto que pretenda sustentar tal barbaridad queda, automáticamente, invalidada con tan execrable acción. Tirada a la basura, por muy importante que pueda resultar.

Ciertamente, uno de las capacidades más humanas es la de la empatía, el ponerse en el lugar del otro. Y ese es un ejercicio que nos marca, claramente, el límite de todas las cosas. A mí me gusta practicarla, para intentar entender cuál es tal frontera y, a partir de ahí, definir el marco y las líneas rojas de mis propias acciones. Y les aseguro que pretender un ejercicio de empatía, en aquel momento, con la familia de Miguel Ángel Blanco era horroroso. Claustrofóbico. Terrorífico. Han pasado veinte años, pero lo recuerdo como si fuese hoy mismo. Y es que ponerse en el lugar de aquellos que sabían que, en unas horas, iban a volarle la cabeza a su hijo o su hermano, no tiene nombre. Daba miedo sólo pensar en ello. Terrible.

Por fortuna, la sociedad de por aquel entonces no reaccionó entonces con la pasividad con la que a veces se acogía a la muerte de un ser humano, víctima del terrorismo. Muchas veces aquellos que eran fulminados eran uniformados, y se les presuponía que, de alguna manera, aquel era un riesgo de su trabajo. Pero nada justifica la violencia gratuita. Ni la de un Estado, cuando esta se sustancia, ni la de ningún tipo de grupo humano. Porque la violencia sólo trae miseria y mucha más violencia. Nada arregla, sino todo lo contrario. La violencia siempre mata. Pero no, en aquel momento la sociedad fue valiente, rotunda y unánime. Y se pidió de todos los modos posibles que la cosa no fuese a más. Pero la historia ya estaba escrita antes de empezar, y los peores vaticinios se cumplieron.

Ante semejantes atrocidades, acostumbro a pensar en las personas en el momento de su nacimiento. En la ilusión de sus padres, y en su primer llanto. En una vida por construir, que siempre resulta impensable que alguien cercene en nombre de absolutamente nada. Me doy cuenta, así, de que nadie debe arrogarse ni la verdad ni la capacidad de eliminar a otro ser humano, por nada del mundo. Y es que ni para nuestros peores asesinos eso vale, más allá de la aplicación de todo el peso de la Ley encarnado en lo previsto en el Código Penal. Imaginen entonces para una persona inocente, cuyo único hecho diferencial fue el de defender sus ideas desde un incipiente ejercicio de la política, siempre legítimo en democracia.

Sucedió en Ermua, hace veinte años. Y no tendría que haber sucedido. Bien que lo siento, Miguel Ángel. Aunque, probablemente, no nos hayamos conocido.