Cuando Brian Johnson, vocalista de AC/DC desde 1980, anunció que no podría terminar la actual gira de la banda por un serio problema de oído, las cábalas se dispararon. La maquinaria dirigida con mano de hierro por Angus Young no podía detenerse. Había demasiado dinero en juego como para plantearse una cancelación. El grupo ya había sufrido recientemente el abandono forzoso de Malcolm Young -cerebro y corazón de los australianos- y la expulsión del chiflado batería Phil Rudd, inmerso en un proceso judicial tan sórdido como tronchante. Qué importaba un cambio más. El problema surgió cuando Angus decidió quien iba a encargarse de las voces en el tramo final del tour.

Inmerso en su plan para recuperar el trono planetario, Axl Rose se ofreció de inmediato al enjuto guitarrista para el trabajo. Llovieron críticas y burlas, sobre todo a costa de la oronda figura del otrora sex symbol estadounidense, chuflas que no tantos habrían celebrado si la víctima hubiese sido Adele, por ejemplo. Pero con Axl todo vale. O valía, hasta que en su debut con la banda, sentado en una silla por tener un pie roto, cantó con una potencia y una energía que no se le recordaban desde principios de los noventa, dejando boquiabiertos a fans y detractores.

No era la primera vez que Angus se veía en la tesitura de cambiar de vocalista y tampoco era la primera vez que acertaba. AC/DC fue uno de los pocos grupos que se recuperó de la pérdida de su frontman y siguió adelante superando incluso éxitos pretéritos. El inolvidable Bon Scott se fue al otro barrio en 1980 tras una juerga monumental, dejando a sus compañeros en el momento justo en el que iban a dar el salto al estrellato masivo. Los hermanos Young, tan pragmáticos como peseteros, no tardaron ni tres meses en reclutar a Brian Johnson y su gorra para grabar el impecable Back In Black. Vendió una burrada y se convirtieron en el estandarte del hard rock mundial, pero en lo artístico, AC/DC jamás recuperó la sensación de peligro, el toque blues y el carisma salvaje que transmitía Bon.

Aunque pueda parecer extraño, estas cosas pasaban con cierta frecuencia. Bien notorios y recordados son los casos de Deep Purple, Black Sabbath, Judas Priest -con espantosa película basada en este asunto incluida-, Iron Maiden, Uriah Heep, Van Halen, Turbonegro, Alice In Chains y, ya en las categorías inferiores, esa recua de bandas ochenteras cuyos años de gloria y laca han quedado muy atrás. Este es ya un mundo aparte. Por pura supervivencia, estos conjuntos prácticamente comparten integrantes y cantantes, cambiando solo de nombre y repertorio para giras por salas minúsculas, cruceros, festivales cincuentones y ferias del condado. Perfecto ejemplo de esta situación es un sketch de The Simpsons, en el que el presentador de una cutrísima gala de fin de año anuncia una actuación de Whitesnake y ni los propios músicos tienen claro si son la banda presentada, Poison, Quiet Riot o Ratt.

Porque, cuando se llega a cierto nivel, los grupos de rock, o pop, o lo que sea, no se diferencian en nada de cualquier empresa, ya sea una gestoría, una multinacional textil o una granja de pollos: cuando un trabajador fallece, se le despide por golfo o pone pies en polvorosa, se le sustituye y listo. La imagen de una banda como una hermandad de amigotes que defenderá su unión contra viento y marea no deja de ser eso, una imagen, una ensoñación que se vende de cara al público, para hacerle creer que sus artistas favoritos tienen más humanidad que un taxista, un reponedor de supermercado o un despiadado ejecutivo. Y no.

Bien sabe esto Angus, único miembro imprescindible y propietario de la marca AC/DC. O Ritchie Blackmore, guitarra solista de Deep Purple y Rainbow, con un historial tan lleno de discazos como de cantantes huidos. Y no siempre se acierta a la hora de reponer voceras, como sin duda recordarán los fans de Iron Maiden. El jefazo supremo de la Doncella, Steve Harris, dio en el clavo con la contratación de Bruce Dickinson tras la expulsión del muy punk Paul Di´Anno a principios de los ochenta. Así que cuando el espadachín Dickinson dio la espantada una década y pico después, tras poner voz a The Number of the Beast, The Trooper, Run to The Hills y otros clásicos, Harris creyó que podría repetir la jugada con éxito. Craso error.

El elegido, aún nadie sabe por qué, fue un sujeto amandrilado que respondía al nombre de Blaze Bailey, con el que Maiden registró dos discos espantosos que llevó al grupo a su cota más baja de popularidad. Pocos años después, la cordura y los maletines cargados de libras esterlinas se impusieron y Bruce volvió a su puesto. Iron Maiden retornó a la cumbre y será cabeza de cartel del enorme Resurrection Fest 2016. La última actuación de Bailey en solitario en Galicia, en cambio, tuvo lugar hace pocos años en las fiestas de Mesoiro.

Pero no solo pasan estas cosas en el duro mundo del metal. El durísimo pop español también vivió notorios abandonos y sustituciones, con resultado dispar. El más conocido es el de Olé Olé, factoría de hits creada por una compañía con la titánica intención de hacer la competencia a Mecano. La primera cantante del combo fue la entonces desconocida Vicky Larraz, con quien cosecharon sus primeros éxitos. Pero la chica, no satisfecha con ser la Cindy Lauper española, quería volar libre como un pajarillo y sus compañeros se vieron obligados a poner a otra en su lugar. Y menuda otra.

Fue en el seno de esta agrupación donde Marta Sánchez, la Tentación Rubia Gallega, dio sus primeros pasos hacia el estrellato. Empezó como una sustituta, sí, pero terminó convertida en una estrella de tal magnitud que fagocitó tanto a su banda como a su predecesora. Fue también la introducción en sociedad de uno de los personajes que más horas de entretenimiento ha proporcionado a fans y haters en el panorama patrio.

Tan conocidos como los singles de la diva son sus múltiples y peregrinas rabietas contra cualquiera que perpetre lo que ella considera una ofensa hacia su persona. Su variopinta lista de agraviadores la integran desde Carlos Baute a Ángel Llacer, pasando por la mismísima Kate Moss e incluso unos manifestantes que provocaron que llegase tarde a algún sitio importantísimo y a los que sugirió que se pusiesen a trabajar. Y no solo eso. Según relató hace poco en televisión, como para vengarse de todos los que la quieren mal, llegó a hacerle un desplante a la mismísima Madonna. La anécdota fue recibida con una sucesión de rictus de incredulidad y ojos en blanco por parte de sus compañeros de show y, suponemos, por similares gestos en los millones de hogares españoles que lo presenciaron por sus pantallas.

Huelga decir que cuando Marta abandonó Olé Olé, sus excompañeros reclutaron a otra, hecho que pasó desapercibido para todo el mundo. En las mismas se vieron muchos años después los chavalotes de La Oreja de Van Gogh, cuando su contundente cantante, Amaia Montero, decidió lanzarse en solitario. El reemplazo salió de un reality musical de esos que tanto gustan a las personas, respondía al nombre de Leire y resultaba extremadamente meliflua y almibarada incluso para el melifluo y almibarado canon laorejadevangoghiano. Ambas partes salieron perdiendo en lo comercial con la separación.

Incluso vacas sagradas rockistas como The Faces cometieron hace poco el dislate de salir de gira sin su vocalista original. Y si ese vocalista original es nada menos que Rod Stewart, y lo sustituyes por nada menos que el pelirrojo de Simply Red, la cosa deja hasta de ser graciosa. Precisamente de este plúmbeo adalid del soul blanco se chotean a gusto en la imprescindible 24 Hour Party People, con la que el cineasta Michael Winterbottom recuerda la escena musical mancuniana desde los 70. En el filme se narra otro caso que, dejando aparte gustos musicales, contrasta poderosamente con los antes expuestos y se revela como un ejercicio bastante notable de decencia: tras el fallecimiento del cantante Ian Curtis, sus compañeros de Joy Division decidieron seguir adelante con unas coordenadas estéticas similares, pero cambiando su nombre por el de New Order. Tan sencillo y digno como eso.