La Opinión de A Coruña

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LA CIUDAD QUE VIVÍ

A tumba abierta por la Cuesta de la Unión

Los chavales de mi calle nos lanzábamos sin miedo con los carritos porque apenas había coches, aunque uno vigilaba donde la tienda de Galaica Comercial por si pasaba alguno

Arturo, primero por la derecha, con sus compañeros de equipo de pádel.

Nací en Melide, pero a los dos meses mis padres, Antonio y María, se vinieron a la ciudad para vivir a la calle Emilia Pardo Bazán, donde me crié hasta que me casé. Mi padre trabajó como transportista llevando pescado a Madrid con un camión inglés Leyland y después como jefe de taller mecánico en la constructora Trabe, que construyó el edificio Trébol entre otros, mientras que mi madre siempre se dedicó a las labores de la casa.

Mis abuelos Antonio y Lola fueron además muy conocidos porque durante muchos años tuvieron el restaurante y casa de comidas Esteban en nuestra misma calle. Mi primer colegio fue el de los Salesianos, en el que estuve hasta los dieciséis años, edad a la que me fui a terminar el bachillerato al colegio Dequidt. A los dieciocho años empecé a preparar las oposiciones para el Ministerio de Obras Públicas, aunque sin éxito, ya que además tuve que hacer la mili, que cumplí en la Capitanía General.

Arturo, primero por la derecha en el servicio militar. La Opinión

Al terminarla empecé a trabajar con mi tío Manuel en la empresa Simeco, que hacía relojes para fichar y luego en la sección comercial del cava Segura Viudas. Más tarde pasé al sector del automóvil al entrar en el concesionario Renault de Eulalio Mora en Casablanca, en el que estuve tres años, tras lo que pasé el resto de mi vida laboral por otras empresas de este ramo, como Edelmóvil, Arrojo, Conde Medín y Briocar.

Me casé con Carmen Sanz poco después de terminar la mili. La conocí un día que bajé al centro con una mis pandillas y fuimos a la cafetería Oxford. Tengo con ella tres hijos —Borja, Jacobo y María— que ya nos dieron cuatro nietos: Lucía, Bruno, Charlie y Martina.

Mi primera pandilla del barrio estaba formada por Fito, Germán, José, Denis, Rosa, Laura, José Antonio y Eugenio. Solía jugar con ellos en la plaza de Vigo, que entonces estaba sin asfaltar, a la pelota, el che y las bolas, aunque también hacíamos carritos de madera con los rodamientos que nos daban en los talleres Codesal o en Transportes Solleiro. Bajábamos con ellos por la Cuesta de la Unión sin problemas porque entonces había pocos coches y por si acaso uno de nosotros se colocaba en la esquina de la tienda de bicicletas Galaica Comercial para avisar a los que bajaban si venía un vehículo.

Arturo, en un triciclo con carrito. La Opinión

Cuando conseguíamos botellas vacías de champán o cava las llevábamos a vender a la Champanera Cantábrica, que tenía un local en nuestro barrio. Los domingos solíamos ir a los cines Equitativa y Doré, mientras que con mi pandilla de los Salesianos —formada por Pablo Pallón, Miguel, Ribera y José Manuel Rodríguez— iba al cine del colegio.

A partir de los quince años me integré en otra pandilla con José, Juan, Luis, Eugenio y Fito, para ir a los guateques, como el que se hacía en el bajo propiedad de la familia de uno mis amigos, en el que tan solo con un viejo tocadiscos y unos refrescos lo pasábamos muy bien, aunque también empezamos a ir a discotecas como el Chivas de Sada, Cassely, Pom-pom y Golden Fish.

En verano solíamos ir a bañarnos a las playas de Caión y Bastiagueiro, de las que en la última de ellas jugábamos al fútbol en pachangas en las que a nuestra pandilla le llamaban los Parranderos. En la actualidad, con un grupo de amigos de La Solana —Juan, José Antonio, Sabino, Javier y Pedro— juego al pádel y participo en algunos torneos de verano del Club de Tenis, en los que hemos llegado a ser subcampeones.

Testimonio recogido por Luis Longueira

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