La Opinión de A Coruña

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Comercios con historia: hilos, cremalleras y clientas leales

Las mercerías Nácar, Emilia, Manoly, Otero y Mayo-Molina conservan la autenticidad del negocio de antaño ante las nuevas dinámicas comerciales

Begoña Vidal, propietaria de la mercería Nácar, en la avenida de Oza CARLOS PARDELLAS

Para regentar una mercería hay que tener claros una serie de principios fundamentales. “Primero, es importante tener algo de idea de costura. Después, es imprescindible tener paciencia, saber orientar y poner buena cara. Y, sobre todo, jamás hablar mal de una clienta cuando se va de la tienda”. Emilia Regueira sabe bien de lo que habla. No en vano son las normas que han regido su actitud al frente de la Mercería Emilia, en Os Mallos, durante exactamente 40 años y 7 meses. Un tiempo que, como todo lo bueno, está cerca de tocar a su fin. “Ahora he tenido un nieto, y quiero disfrutar del tiempo con él. Me va a dar pena jubilarme, porque es toda una vida aquí”, admite.

Emilia Regueira, en la mercería Emilia Carlos Pardellas

Las mercerías de barrio tienen, en su interior, un auténtico microuniverso compuesto por miles de objetos pequeños, escondidos a plena vista y ordenados dentro de un desorden aparente. Hilos, cremalleras, medias, gomas del pelo, botones, batas, corsetería y algunas reliquias de otros tiempos de las que ya no se encuentran en las grandes superficies, como refajos o calzones largos. Y, tras el mostrador, casi siempre una cara amable y familiar por la fuerza de la costumbre y del paso de los años, que siempre sabe, en el medio del trajín de cajones y estanterías, dónde buscar lo que el cliente necesita. Un microuniverso cada vez más reducido, pero que resiste estoico ante las nuevas dinámicas comerciales del fast fashion. Comercios que, como la Mercería Emilia, guardan décadas de historias entre sus paredes. “Tengo un público leal. Ahora vienen los hijos de mis clientes, que heredaron el piso de sus padres y formaron sus familias. Cuando vienen, todavía se acuerdan de cuando eran niños y jugaban a darle vueltas a las bovinas de los hilos, mientras yo cortaba una falda con sus madres”, sonríe Emilia, desde el rincón de la trastienda donde se sienta a coser, su segunda casa durante media vida.

Una sensación parecida experimenta Alejandra Molina Mayo, titular de los Almacenes Mayo-Molina, asentados en la calle Pardo de Cela desde antes de que su dueña pueda recordar. Por el nombre de su abuelo, Pascual Mayo, dueño originario de la tienda, todavía lo conocen la mayoría de los clientes. “Aun llaman y siguen preguntando: “¿Es Pascual Mayo?” Hemos cambiado de nombre, pero yo digo que sí, orgullosa, claro. Es el nombre de mi abuelo”, cuenta la nieta, que guarda en la tienda, además del stock de sus productos, también sus primeros recuerdos. “Tengo fotos aquí con tres años, cuando la llevaba mi abuelo. Ahora nos encargamos mi madre y yo”, relata.

Ana González, empleada de los almacenes Mayo-Molina Carlos pardellas

Por los almacenes han pasado tres generaciones, pero, en los últimos 40 años, solo una dependienta: Ana González. “Empecé a trabajar aquí con 18 años y ahora tengo 56. Échale. Toda la vida”, cuenta. En su caso, la longevidad del negocio es su mejor aval, para los clientes de siempre, y también para los nuevos, que buscan calidad y prendas que duren. “Parecía que estos negocios estaban abocados al fracaso, pero tras el COVID repuntó bastante. Fue una grata sorpresa. Estamos agradecidas a los clientes fieles. Sin ellos no somos nada”, asegura Alejandra.

De fieles sabe un rato Begoña Vidal, más que acostumbrada al entrar y salir de caras conocidas de Nácar, el negocio que capitanea desde hace 26 años en la avenida de Oza, ante cuyas puertas no era extraño ver a su clientela formando fila en tiempos de aforos y distanciamientos. “Ahora, tras la pandemia, se empieza a notar que falta gente, sobre todo los mayores. No sabes si se han quedado por el camino, o si se han ido. Al final, te preocupas, porque la relación es casi de amistad”, cuenta Begoña Vidal. Casi tres décadas tras el mostrador le han servido para recordar muchas caras, pero también para observar el cambio en los hábitos de ocio, vida y consumo de la sociedad, que puede monitorizar en función de la mercancía que despacha, y también de la que no. “La mercería en sí ha cambiado mucho. Antes la gente cosía más. Ahora hay muy poca modista, si acaso se hace algún arreglo o la gente compra para ir a cursos”, asegura.

Begoña Vidal, en la mercería Nácar Carlos Pardellas

La lealtad de los habituales la disfruta también Julio Pardo Otero tras el mostrador de la mercería Otero, toda una referencia en la calle Betanzos desde 1954. Las clientas les siguen eligiendo, y no solo por su localización privilegiada en el radio del centro comercial urbano más importante de la ciudad, sino por la solvencia que se han ganado tras años de entrega. Si Julio Pardo experimenta esa fidelidad es porque él la practica. “El negocio lo fundó mi madre, Áurea Otero. Está muy contenta de que lo haya seguido yo, porque este negocio ha sido su vida. Aquí ha sido feliz. ”, cuenta su hijo, farmacéutico de profesión, pero que cambió la botica por las telas y las batas. Un movimiento que nada tiene de extraño, teniendo en cuenta la estirpe que le precede. “Mi tía Elvira, la hermana de mi madre, llevaba la mercería de San Agustín, que tuvo que cerrar. Nosotros resistimos”, señala.

Julio Pardo Otero, propietario de la mercería Otero Carlos Pardellas

Resiste también, desde hace casi 70 años, el cartel que decora la fachada de la Mercería Manoly, al pie de la Ronda de Outeiro desde los albores del barrio. La maneja, desde hace siete, Nieves Fernández, casi por casualidades de un destino que, sin embargo, parecía muy claro. “Estudié corte y confección. Mi profesora era la que llevaba esta tienda, y cuando me enteré de que se jubilaba, no me lo pensé”, asegura su propietaria. La salud de su negocio es la prueba visible y tangible de que el modelo sigue funcionando. La clave para vencer a la competencia, defiende, el factor barrio. “No es lo mismo estar en un barrio que estar en el centro. Tengo mucha gente mayor a la que le gusta que le asesores. Están ahí al lado, bajan y les ayudas. Hay una confianza”, asegura Nieves, afectada por la misma coyuntura que los almacenes Mayo-Molina al regentar uno de esos negocios irrebautizables que sobreviven en todos los distritos. Al fin y al cabo, es casi imposible combatir toda una vida de inercias. “Manoly fue la primera dueña, luego llegó la siguiente y no le cambió el nombre. Cuando la cogí yo, ni me planteé cambiarlo. ¿Para qué? A mí a veces me llaman Manoly, y yo respondo igual”, sonríe Nieves.

Nieves Fernández, de la mercería Manoly Carlos Pardellas

Hilos, cremalleras y clientas leales

Hilos, cremalleras y clientas leales Carlos Pardellas

Hilos, cremalleras y clientas leales Carlos Pardellas

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