Ciclismo

Van der Poel escribe una nueva sinfonía en los adoquines de la París-Roubaix

El nieto de Poulidor ataca en solitario a 59,7 kilómetros de la meta y gana por segunda vez consecutiva en el ‘Infierno del Norte’.

Mathieu van der Poel, después de atacar.

Mathieu van der Poel, después de atacar. / ASO

Sergi López-Egea

Todos sufren. Él disfruta. Rompen bicis, pinchan, ruedas que valen cientos de euros arruinadas. Él circula a 47,8 kilómetros por hora en un ‘Infierno del Norte’ que se le convierte en un paraíso. Ni se gira cuando ataca a casi 60 kilómetros de la meta. Sabe Mathieu van der Poel que entonará la segunda sinfonía consecutiva en el velódromo de Roubaix, porque su pedaleo, su forma de atacar, correr y destrozar al resto de rivales sólo es digno de un artista.

Va camino de convertirse en el mejor especialista de carreras clásicas de la historia y seguro que su abuelo fallecido Raymond Poulidor se siente muy orgullo, que no se pierde las carreras de su nieto, feliz de que lleve los genes que unidos a los del padre, Adrie van der Poel, bueno en carreras de este tipo, pero a años luz del hijo, han servido para crear el monstruo de los adoquines. Es el ciclista que gana consecutivamente en Flandes y en Robauix, y que se antoja otra vez como único favorito el domingo que viene en la Amstel Gold Race, la prueba reina de sus queridos Países Bajos. Y, ojo, que si no se le puede dar en 15 días como candidato exclusivo a triunfar en la Lieja-Bastoña-Lieja es porque por ahí aparecerá Tadej Pogacar y eso son palabras mayores, incluso para Van der Poel.

Hacerse 59 kilómetros y 700 metros en solitario por la París-Roubaix es una verdadera burrada. Hay que ser muy bueno o estar como una cabra para atacar a semejante distancia de la meta con medio mundo lleno de adoquines; entre otros, el criminal sector del Carrefour de l’Arbre, lo peor de lo peor, con el permiso del bosque de Arenberg. Y sólo un personaje con la extraordinaria calidad que tiene Van der Poel es capaz de hacerlo para ir ganando primero segundos y luego minutos y triunfar solo contra el mundo festejando una exhibición única e irrepetible siempre y cuando no lo quiera volver a hacer el año que viene.

Adoquines increíbles

Hay que ir al menos una vez en la vida a conocer sectores de adoquines como los que se presentan en el Carrefour de l’Arbre o Arenberg. Son antiguos pasos de ganado del siglo XIX, que si se mantienen tal cual están y no han sido asfaltados es por la París-Roubaix. No son adoquines como los que todavía conservan alguna calle en un casco viejo. Se trata de pedruscos mal puestos y separados entre sí, donde caben dos dedos por lo menos, con hierba o barro, según si ha llovido o no. Allí rebota la bici como si el corredor se montase sobre una máquina taladradora, como si la bicicleta se fuese a desmontar en cualquier momento y donde hay que ir a toda pastilla, sin miedo a caer, porque si se va lento resulta casi imposible mantener el equilibrio.

En estos territorios es donde triunfa Van der Poel , donde se lo pasa en grande después de rodar apoyado por el equipo 200 kilómetros hasta que decide hacer saltar la banca en el sector de adoquines de Orchies, donde no hay nadie que ni siquiera se atreva a seguirlo para continuar coleccionando victorias a modo de sinfonías; un concierto sobre una bicicleta, con música en las piernas y sin desfallecer ni un solo instante a lo largo de casi 60 kilómetros. Es de este modo donde logra un triunfo épico y una de las victorias más magistrales en la historia de la París-Roubaix, la gran clásica de primavera, la denominada como el ‘Infierno del Norte’, un tormento con 55,7 kilómetros de adoquines, una barbaridad y una de las principales joyas del ciclismo de todos los tiempos.