"Ayúdame a sentir", me decía Obdulia con frecuencia, mi abuela materna. Fue una de tantas catedráticas sin título en esa célebre universidad de la vida. Nada hay más necesario que sentir y tampoco hay un momento más apropiado para perseguir ese verbo que los tiempos en los que vivimos: las humanidades se disipan al mismo tiempo que crece el binomio virtual-máquina. Las artes, en general, respondieron históricamente a nuestra necesidad de sentir. Ese lugar sin algoritmos es una casa que debemos visitar tantas veces como nos sea posible. Celebrar la no virtualidad, abrazarnos, escuchar, beber, bailar, sentir, escribir, dibujar, cantar, soñar…

Nuestra casa es un faro y también la platea de un teatro o las mesas de una tasca. Lo que sucede en un concierto es algo único e irrepetible: desaparece al bajar el telón, pero al mismo tiempo, es una llama que se enciende y sigue calentando nuestro pecho durante mucho tiempo. A veces nos acompaña toda una vida.